El barrio creció peleando contra el río hace cerca de cuarenta años,
robando un poco de orilla con escombros, juntando historias de violencia y desplazamiento
desde el oriente de Antioquia, desde Chocó y Córdoba. Un barrio plano entre las
laderas, un asentamiento de alto riesgo con algunas cualidades envidiables. Un
pueblito de callejones como lo describen los vecinos en la comuna 2 de Medellín.
Un barrio con gallera y con unos indicadores de pobreza altos en una comuna con
carencias por encima del promedio en la ciudad. Un barrio cercado por un río,
dos quebradas y una calle principal. Ni siquiera un barrio, según los mapas
oficiales, apenas un sector dentro de un barrio: El Sinaí.
Hace cerca de dos semanas la alcaldía de Medellín detectó un brote de
coronavirus en El Sinaí. Se habla de 42 casos activos y 140 pruebas en espera
de resultados. El pasado domingo 31 de mayo comenzó a rondar el rumor de que
“los iban a encerrar”, más tarde, ya en la noche, rondaba era el helicóptero de
la policía. En unas horas las siete cuadras del Sinaí sobre la carrera 52
estaban cercadas por unas vallas blancas y un cordón de policías y soldados con
fusiles. Dos carpas, a manera de puertas de ingreso al “pueblito”, eran regentadas por funcionarios de civil con trajes anti
fluidos y órdenes perentorias. Unos jóvenes acostumbrados a la música en la
calle y el saludo de todos, comenzaron a soltar sus quejas por la
“estigmatización”, por la “encarcelamiento”, por la medida inesperada y para
ellos arbitraria: “Nos están tratando como delincuentes en nuestras propias
casas”. Un parlante, un micrófono y cuatro veinteañeros fueron suficientes para
que se triplicara la fuerza pública y llegara el ESMAD. Soldados, carabineros,
policías de a pie y antidisturbios contra el Coronavirus y contra 3.000
habitantes de un barrio “desobediente”.
Al comienzo la idea era contener el virus creando un gueto dentro de
la ciudad. Los habitantes de El Sinaí no podrían salir en 15 días y como parte
de pago por el encierro les dejaron algunos mercados con lentejas, garbanzos,
arroz, aceite y papa. El pico y cédula no aplicaba y solo los exceptuados e
inscritos en la plataforma Medellín Me Cuida tendrían la puerta abierta. Vendedores
ambulantes de la orilla del río se estrellan contra el Valle del Software. El
control solo se ejerce en la periferia, ahí se dan las fumigaciones y la
vigilancia: “La valla vale más que la vida”, dijo un señor del barrio en el
desparche de la tarde. Los chiveros están encerrados, las verdulerías cerco
adentro con sus productos podridos, las basuras en las esquinas de los
callejones y los posibles clientes de la venta ambulante ahora los miran con todo
el recelo. “Covidosos”, les gritan desde la frontera. Las protestas lograron
que se autorizara la salida con pico y cédula. La prensa no puede entrar: “Los
estamos protegiendo”, dice el tono maternal de la funcionaria encargada de las
puertas.
Las medidas parecen más un ejercicio de castigo contra una comunidad
vulnerable, contra un barrio señalado y geográficamente fácil de cercar. Un
barrio donde la gente vive afuera, donde las casas son para dormir y las calles
son el espacio natural para el juego, la conversación, la fiesta y el comercio.
La calle es el único patio. Y también parece un ejercicio aleccionador, para
entregar una advertencia a barrios vecinos y mostrar una actitud enérgica.
La administración recién llegada, que al enrejar se dio cuenta que
no había 400 sino 600 familias, cree que la desconfianza de la gente tiene que
ver con las críticas a algunas de sus medidas. Creen que el mundo comenzó el 1
de enero de 2020, llevan la ignorancia y el engreimiento de los
“descubridores”.
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