Siempre
he tenido amigos que me llevan un buen trecho en edad y otros vicios. Tener
amigos que nos aventajan en unas décadas proporciona anticuerpos contra apegos
inservibles a la vez que entrega un poco de la insolencia más curtida y
silenciosa. Esa amistad tiene la ventaja de definir desde el comienzo ciertas
afinidades complementarias. Se evitan entonces algunos tanteos y desengaños
prematuros. Desde el saludo quedan definidos una parte de los roles en la
pequeña sociedad. Quien atenderá los casos de fuerza mayor, quien se ocupa de
las disculpas más creíbles, quien reprocha las repeticiones más comunes, quien
debe renunciar al lugar común de los consejos, quien regala los libros sin la
treta del préstamo.
He
pasado los últimos tres meses en contacto esporádico con dos amigos mayores de
setenta años. Han sido quizá los menos perturbados entre todos mis amigos en
medio de una pandemia en la que han muerto sobre todo mayores de 65 años. A uno
de ellos, que vive en un pueblo relativamente alejado del virus, la vida le ha
cambiado sobre todo en el enfoque de sus lecturas y sus manías frete a la
televisión. Y en la factura del agua. Acostumbrado a la mecanografía en primera
persona ahora escribe más cómodo sobre sus reflexiones más íntimas, sobre sus
manías cotidianas más que sobre sus certezas políticas. Extraña una cerveza en
el pueblo y explica con sorna que le deja el plato de comida en la puerta a un
hijo que ha “subido a Bogotá”: “Lo tratamos como un apestado”, dice como una
especie de venganza al sistema inmunológico de su hijo. Le hace falta caminar
alguna calle del centro de Bogotá y saludar a dos secretarias que lo tratan con
un afecto exento de condescendencia. Hace apenas unos meses casi lo desbarata
el ataque de un Pitbull y creí que eso le había dejado cierta inmunidad al
miedo: “Mañana salgo. Simplemente me
rebajo diez años si me lo preguntan y me voy a buscar algún lugar donde le
vendan a uno una cerveza y le presenten una muchacha con los labios pintados”,
escribió hace unos días. Pero por teléfono niega su valentía: “Me viene a
saludar un amigo y le cierro la ventanilla del carro en la cara”.
Al otro setentón lo he ido a visitar ya bastantes veces a
su restaurante cerrado hasta nueva orden. A su restaurante quebrado y a la vez
pulcro, con baldosas relucientes. Su respuesta al saludo es ya una especie de
código: “¿Y qué, cómo va todo?, Pues cómo va ir, igual, mal”. También se rebaja
los años pero tiene una mejor manera que la simple mentira. Coge su moto de un
azul improbable, su pequeña moto de quinceañera, y el casco le sirve como
embozo frente a los posibles comparendos. Como todo el mundo ha aprendido a
encontrar algún consuelo: “Comemos mejor que nunca, acababa de surtir cuando
tocó cerrar el restaurante”. El humo de sus dos paquetes de cigarrillos diarios
no espanta el virus pero le pone algo de veracidad a otra frase que repite con
juicio: “Y si nos toca irnos, pues nos vamos…La muerte está ahí”. Le preocupan
su hija varada en un país árabe y los aplazamientos de una operación pendiente
hace meses. El virus es solo una amenaza compartida por las noticias. Tiene
todos los líos en un solo plato y sin embargo me recibe con algo que se parece
a una sonrisa y un frasco de amonio para refrescar la visita. Pero no todo es
bioseguridad, todavía prepara los mejores camparis que me he tomado nunca.
Parece increíble que a estas alturas necesitaran de un juez
para poder tomar las decisiones más más corrientes y más definitivas. Uno de
ellos me lo dijo con el humor desconsolado: “Estamos pagando cana”.
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