Hace casi veinte años, en agosto de 2005, los 8.500 colonos judíos que vivían en la Franja de Gaza salieron por decisión unilateral del gobierno de Ariel Sharon. Era increíble que el hombre fuerte del Likud, el partido de derecha israelí, el mismo que comandó la invasión al Líbano en 1982, tomara una medida que contradecía las ideas que había defendido a muerte en el pasado y que incluían el sueño del “Gran Israel” al tiempo que negaban la posibilidad de un Estado palestino. Se hablaba de un momento excepcional para buscar un acuerdo definitivo. Era tal el entusiasmo frente a la posibilidad de algo de paz que Shimon Peres, uno de los fundadores del Estado de Israel y primer ministro en tres ocasiones por el partido laborista, gran adversario de Sharon, se sumó a su gobierno para impulsar una paz posible. “Surrealismo israelí”, lo llamaron en su momento.
Algunos políticos palestinos de la época compartían el optimismo. Aunque para otros solo se trataba de un movimiento táctico de Sharon: ganaba reconocimiento internacional, mantenía el crecimiento de los colonos en Cisjordania, donde hay cerca de doscientos mil, y en últimas conservaba un control de fronteras en Gaza por tierra, mar y aire. Además, tener potestad sobre el agua y la electricidad le daba opciones para estrangular a Gaza sin mucho ruido. Y para algunos críticos, en la izquierda judía, Sharon reconocía al Estado Palestino pero para instaurarlo a su gusto y medida, un estado que se hacía imposible más allá de una estrategia política.
La ilusión fue un espejismo y solo dos años después Hamás tenía el control en Gaza y de nuevo se hablaba de las venganzas y la equivalencia en sangre por el odio y los ataques mutuos. En el momento de la retirada de Gaza, Benjamín Netanyahu llamó traidor a Sharon por entregar la tierra sagrada. Esos dos extremos son los protagonistas de la masacre que se vive hoy en Gaza y que se vivió hace unos días en Israel. Netanyahu y Hamás fueron ganando poder y representatividad.
Hasta hace poco el primer ministro intentaba limitar los poderes de la Corte Suprema para dar libertad a los sueños de grandeza de los judíos utraortodoxos, que son siempre pesadillas para sus adversarios. La política estaba incendiada, muchos reservistas amenazaban con no volver a tocar las armas bajo el mando de Netanyahu. La prensa llegó a hablar hasta de una guerra civil. El extremismo se juega adentro y afuera. Hamás, por su parte, fingía pragmatismo y se alejaba en público de la idea de una nueva guerra para destruir a Israel mientras, al parecer, preparaba la ofensiva más mortífera de la historia mutua de odios. Otra vez los líderes de Gaza (Hamás controla las armas y la plata) e Israel desconocen la posibilidad de un Estado para sus enemigos. Incluso la posibilidad de un simple techo.
En esos años de la más reciente ilusión de paz, Vargas Llosa escribió una serie de artículos luego de una visita de veinte días a Gaza. Las descripciones y las conversaciones narradas dejan claro que los asentamientos, los muros, las barreras electrificadas y el abuso de los colonos y el ejército de Israel harán imposible la convivencia en la zona. La exclusión, el confinamiento y la pobreza hacen que Hamás sea una opción más allá de la religión. Un refugio social y económico para lo que Vargas Llosa describe como un “desánimo y una ruina moral”. El escritor peruano llega a insinuar que Israel busca derrotar psicológicamente a un pueblo para “empujarlo a la desesperación de actos de rebeldía insensata” y luego reducirlo a un posible perecimiento. Solo los momentos más oscuros de esos artículos escritos hace veinte años, las peores predicciones, el desespero y la tragedia, se parecen a lo que vemos hoy en las noticias.
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