Un hombre camina por las quebradas, va río arriba y río abajo, buscando formas, ideas, secretos, presentimientos entre las piedras. Un hombre golpea las rocas oxidadas con su martillo, está detrás de una escritura, de la lava apagada, la huella de un cataclismo natural o de una garza en el pantano. Un hombre riega las piedras que ha llevado a su jardín, busca un color nuevo, quiere simular la lluvia sobre la piedra, el curso del río. Mira sus piedras de noche y de día, diría que las cela, busca el momento en que revelen una marca, las acecha. Se dice que ese hombre está un poco loco. Un día escoge una de las piedras y señala su destino con una tierna sentencia: “Hoy te tocó, querida”.
Así fue durante años el trabajo del escultor Hugo Zapata que murió la semana pasada en Medellín. Recordaba que desde niño coleccionaba piedras que traía de los viajes que hacía con su familia a las orillas del Magdalena. Son engañosos esos guijarros de las orillas, lustrosos al momento de recogerlos, mostrando sus grietas, su redondez, sus pequeños abismos cortados, pero todo eso se pierde al terminar el viaje. Ya en la repisa están opacas, han olvidado el paisaje, merecen la orilla de la carretera más que el museo personal.
Seguro que Hugo lo notó muy pronto porque decidió recorrer el camino contrario, hacerlas más reveladoras al final del viaje: encontrar la piedra, llevarla hasta su taller, dejarla reposar, mirarla, regarla y sacar la mejor piedra de su interior: “… Cuando uno mira una piedra, esta tiene ya formas y está marcada por ciertos elementos. Todas las piedras tienen un hablar. Hay piedras tranquilas, otras dicen más cosas —traen ecos de río o de viento— lo que ella tiene por dentro y por fuera es lo que yo tomo, con lo que yo comulgo… A veces es muy rápido, otras veces se demora bastante. Me alivias roca viva cuando llamo a tu puerta, toc-toc, me respondes. Escucho tus secretos, te dejas al juego, descubro en tu oscura transparencia ecos de mariposas y reptiles”, decía Hugo disfrazado de poeta.
Las grandes Lutitas traídas desde el río Negro en Pacho, Cundinamarca, son la materia prima de las más de ochocientas esculturas que descubrió y trabajó Hugo Zapata durante décadas. Esos “guijarros” no perdían su brillo en el viaje, al contrario ganaban un sentido, encontraban una forma nueva, un negro profundo bajo el óxido de la superficie. Antorchas, flores, las bocas de los monos aulladores, ojos de agua, afloramientos, naos, escrituras en cuarzo, ciudades inventadas… Todo iba apareciendo poco a poco al tratar la piedra, unas veces por azar, otras veces con una búsqueda más dirigida, escarbando una memoria, buscando la vista recordada de un reflejo en el río, la impresión que le dejaron las montañas entrando al mar de Bahía Solano, la forma de los tótems que miran al infinito.
Hugo tenía el don con el que sueña todo artista, crear las imágenes que lo conmueven, revelar las miradas más sobrecogedoras que hay en su memoria, encontrar la belleza tras una intuición. “El día que sepa lo que viene, no me dejés levantar”, le decía Hugo a Diana, su compañera. Las piedras siempre encubiertas eran su razón para tomar el cincel, las sierras, la pulidora.
Tocar esas piedras negras como el petróleo, frías, lizas, es siempre una experiencia para el tacto y la vista. Alguna vez, contaba Hugo, unos visitantes de Burkina Faso no quisieron tocar las rocas de su obra Testigos porque en “ellas había algo”. No solo paisajes evocan esas piedras doblemente encontradas, también hay algo inquietante, sagrado, tal vez por eso la referencia al cielo de muchas de sus obras, las piedras como el ojo que mira hacia las piedras que brillan en el cielo indescifrable.
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