jueves, 22 de noviembre de 2007
Coches rusos
“Todo el territorio ruso aparece poblado de carrozas,
brishkas, tartanas, carretelas y trineos”
Sergio Pitol
Si las azarosas vocaciones hubieran querido que los grandes escritores rusos desdeñaran la pluma para dedicar sus encierros al hilo de los pinceles, podríamos colgar una hermosa colección de paisajes blancos marcados por una huella de coches y trineos variados. Incluso tendríamos una galería amplia de cocheros y un estudio de damas y señores en la pensativa intimidad del viaje. Y habría caballos para todos los gustos: jacas angulosas y con patas de palo, que parecen “un caballito de masa dulce que cuesta una kopeica”, y bayos “grandes y felpudos” que calientan las manos de sus amos con la niebla acezante de sus hocicos.
En las historias rusas los coches son una especie de gabinete encantado, una urna para las divagaciones, las tragedias, las hazañas menores y la comedia de los borrachos. Así que es necesaria la aparición de un pequeño coro que acompañe los viajes, un rastro monótono de cascabeles para alentar los sueños de los viajeros. Las troikas del correo tienen su sonido particular, su propia melodía de timbres oficiales, y los cazadores se distinguen por una composición a tres voces a la que Tolstoi da el trato de sinfonía menor: “Posteriormente me enteré de que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles. Uno grande en el centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y la de la quinta trémula, que repercutía en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa”. Según Pushkin también hay caravanas menos armónicas. Los carricoches tártaros de dos ruedas, lentos como ningunos, fatigan la paciencia con un incesante y exclusivo chirrear que supone orgullo para sus dueños. “Los tártaros se vanaglorian de este chirrido diciendo que viajan como gente honrada que no tiene por qué ocultarse. Aquella vez hubiera preferido viajar en compañía menos honorable”.
Una hilera de coches tintineantes exhibe en las letras rusas la majestad de una procesión, e implica el riesgo de una pequeña osadía que los hombres no pueden dirigir con sus látigos. Siempre hay algo de compasión sobre los diminutos puntos negros en la nieve, en fila india, bajo el capricho sabio de los caballos: “¡Así da gusto viajar! Fíjese no se ve un solo hombre, todos duermen. Los caballos son muy listos. No hay cuidado de que se desvíen del camino”. Las tempestades son resueltas por la simple desaparición del cochero, dedicado a dormir, beber o fumar pipas. Gogol, al igual que Tolstoi, reconoce las cualidades innatas de los hombres sobre el pescante para delegar la encrucijada de los caminos, “que abundan y se dispersan por todos lados como cangrejos saliendo de un morral”: “El cochero ruso suele poseer un olfato excelente. Cuando no puede ver nada lanza sus caballos al galope y acaba siempre por llegar a alguna parte”.
Pero la aparición ruidosa de la “chusma de la carretera -cocheros, herreros, oficiales de correos dormidos y todo lo demás-”, siempre logrará detener la marcha sublime con alguna torpeza. Con sus gritos, sus alardes, sus riñas, su maldita brújula apuntando al magnetismo del vodka o del ron azucarado. El retrato de los cocheros tiene la condescendencia risueña que se entrega a algunos pícaros y, al mismo tiempo, la saña que cae sobre los funcionarios indispensables. Los guías de las estepas pueden ser temibles a pesar de los tontos, como el de La borrasca de Tolstoi, “una silueta negra, con el látigo y la enorme gorra ladeada”, un hombre “muy chato, de rostro redondo y alegre, boca muy grande y ojos de un azul intenso”, un cochero indeciso que en la segunda página blanca ya ha chocado contra un trineo de correos despertando un eco de insultos y caballos perdidos: “¡Condenado! ¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de nosotros?”.
O cocheros tercos y desafiantes de los que habla Pushkin en su elogio al maestro de postas destinado a proveer nuevos caballos en las rutas; o un cochero anciano y abatido, lento como el demonio, cubierto de nieve, “todo blanco como un aparecido. Encorvado cuanto puede estarlo un cuerpo viviente…”, como el de Chejov en Tristeza. Un hombre que conduce borrachos en la ciudad e intenta contarles que su hijo ha muerto, un cochero mareado por el dolor que sólo merece maldiciones y burlas: “¡A ver si doblas Satanás! -se oye en la oscuridad- ¿Dónde tienes tus ojos, animal? ¡Vamos, muévete!”. Sus pasajeros lo mueven a látigo como si él también fuera una pequeña jaca entumida: “Viejo charlatán, ¿me oyes? ¡Vas a recibir palos en la cabeza! Si uno trata a vosotros con ceremonia, tiene que andar a pie. ¿Me oyes, dragón? ¿O te mofas de nuestras palabras?”.
O un cochero perezoso y borracho como el Selifán de Gogol en Almas muertas, un joven narigudo y de labios carnosos que dependiendo de su humor alcohólico trata a sus caballos de “amigos”, “queridos”, “secretarios” o “imbéciles”. Selifán sigue un camino tan retorcido como su látigo al aire, está henchido de vodka y emoción por su pequeña épica contra la tormenta. Hasta que un grito de su amo lo devuelve a la realidad: “¡Cuidado, animal! Vas a volcar”. Ahora la calesa está de costado, los caballos respiran aliviados por el descanso repentino y Selifán está pensativo frente al desastre. Luego de un segundo de reflexión viene el reproche para su carruaje: “¡No es posible, has volcado!”, y el grito de su amo para cerrar la pequeña comedia: “¡Tienes una borrachera como un castillo!”.
Mientras los cocheros se encargan de ensuciar las marchas solemnes sobre los campos rusos, mientras negocian el encargo de llevar un viajero por media botellita de vodka y se echan la hopalanda de piel de cordero sobre los hombros; los amos, silenciosos, con un drama a cuestas, corren las cortinas de cuero de sus coches y piensan y sueñan y miran la tempestad desde la arrogancia de un trono tambaleante. La suavidad de la nieve bajo el trineo y de la tierra blanda bajo las ruedas, y “el monótono decorado del paisaje ruso… Toperas, abetales, bosquecillos de pinos dolientes, brezos, troncos de árboles calcinados y otras galas naturales del mismo estilo”, inspiran el monólogo turbulento de los pasajeros.
Ana Karenina sale de una molesta visita social, de una sobria y elegante humillación y una vez en el coche la rueda de sus desgracias comienza a rodar: “Me miraban como si yo fuese algo horrible, incomprensible y curioso… ¿Acaso se le puede decir a otro lo que uno siente? … Por otra parte, no hay nada gracioso ni alegre. Todo es feo. Están tocando a vísperas y este comerciante se persigna con tanto cuidado como si temiera dejar caer algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanas y estas mentiras? Únicamente para ocultar que nos odiamos unos a otros, lo mismo que esos cocheros que riñen con tanta ira”.
Otro viajero de Tolstoi, algo más modesto que Karenina, disfruta sus sueños exaltados durante la tormenta, como un niño con intenciones de incendiar su cuarto para probar su porte de aventurero: “¿Cómo terminará todo esto? Abro los ojos y contemplo la blanca llanura ¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran -lo que sin duda no tardará en ocurrir- nos helaremos todos. Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor”.
El aventurero Chichikov, comprador de almas muertas, ambicioso y metódico, también usa su coche como un silencioso gabinete. Desde la primera página, antes de ver su figura ni gruesa ni enjuta, ni joven ni vieja, “la pequeña calesa, con suspensión de ballestas, bastante bonita”, entra flamante por la puerta de una hostería y sirve para presentar a su dueño y señalar su posición y sus intenciones, como si se tratara de un confesionario hecho a su medida. Chichikov recorre en su mente todos los escalones de la burocracia que debe visitar, el largo camino le permite un inventario detallado de los poderosos que requieren de un sencillo cortejo. Ahora el balanceo del coche es útil a la memoria y la ambición: “Es difícil, desgraciadamente, recordar a todos los poderosos del mundo. Digamos solamente que Chichikov no se olvidó de nadie… Y permaneció después largo rato pensativo en su calesa, tratando de recordar inútilmente alguna otra persona que visitar”.
Solamente un héroe de Dostoyevski, el profesor Stepán Trofímovich Verjovenskii, un viajero con aires de desterrado, un condenado con pies finos, se atreverá a atentar contra la marcha inspiradora de los coches: “En la carretera se cifra una idea, mientras que en la silla de posta ¿qué idea? En la silla de posta se acaban las ideas… ¡Vive la grande route!, y sea lo que Dios quiera”. Pero muy pronto el eje de una carreta vieja lo hará arrepentirse y sumarse a la galería de los pasajeros hipnotizados. Ni el caminante solitario que desdeña los coches, ni el hombre que sale al mundo con un zurrón al hombro y no sabe a dónde va y por tanto no necesita de huellas ni rieles, puede ser indiferente al paso de una carreta de campesinos, una teliega rústica y destapada que Stepán Trofimovich ve a lo lejos y da gracias a Dios. Saluda al hombre y a la mujer que la conducen y camina a su lado sin decidirse a subir, admirando al caballuco que encabeza la procesión y a la vaca pensativa que la cierra con su cola pelirroja. Hasta que hace la propuesta adecuada: “Tengo muchos deseos de subir ahí, y les pagaría…, les pagaría media botella de aguardiente”. Al fin se negocia por medio rublo y se cambian las fatigas por el ejercicio preferido de los viajeros rusos: “Un torbellino de ideas continuaba asediándole. A veces el mismo se daba cuenta de que iba terriblemente distraído y pensaba en algo que no era lo que debía pensar, y de eso se maravillaba”. Stepán Trofimovich se ha puesto en manos de un par de desconocidos, sólo tiene cabeza para sus pensamientos, no le importa a donde lo llevan sus improvisados cocheros, le da lo mismo un pueblo que otro, “es igual, mes amis, todo es igual”.
Parece que no es posible recorrer cincuenta páginas de los maestros rusos sin subir a un coche y oír un monólogo. La tristeza, la confusión, la paranoia, las encrucijadas morales y los sueños egocéntricos son materiales que deben arrastrar los caballos, susurros a espaldas de los cocheros. Ni siquiera un ruso amante de las autopistas, las mariposas y las niñas provocativas logró evitar la escena de un padre guiando sus tristezas desde un viejo trineo de respaldo recto: “La crin del caballo negro chasqueaba con fuerza en el aire helado, las blancas plumas de las ramas cercanas al suelo se deslizaban por encima de su cabeza, y las huellas que veía ante sí restallaban con un brillo azul de plata”.
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2 comentarios:
Pascual.
Deliciosas lecturas hermosamente destiladas en este texto.
Muchas gracias por traerlas todas a mi recuerdo.
Leyendo a autores rusos y franceses aprendí palabras hermosas: "cabriolé", "tílburi", "calesa", "berilna", "landó", "capitoné"... todos son nombres de carruajes. Qué bello artículo, Pascual.
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