El castigo llegó por manifestar en público mi curiosidad sobre el libro
La infancia de Jesús, publicado hace poco por un famoso tuitero residenciado en
El Vaticano. Un amigo se tomó en serio mis palabras y me sorprendió con un
pulcro ejemplar en blanco y dorado. El
escalofrío inicial se vio apaciguado cuando busqué ansioso el final y vi que
esa infancia fue más o menos corta, apenas 132 páginas. Decidí que el libro
merecía una columna, una especie de reseña navideña sobre un pesebre
erudito. A burro regalado…
Pero la verdad Ratzinger resultó un autor imposible. Cargado del tedio de
los profesores que hace tiempo no hablan fuera de sus clases, circular y
redundante en sus argumentos. En las primeras veinte páginas me atiborró de
genealogías incomprensibles por lo “simbólicas y profundas”. Los personajes de
su libro no son hombres del tiempo de Jesús sino teólogos, palabras y acertijos
que recuerdan a los monjes malvados que hizo famosos Umberto Eco. Solo algo me
gustó de esas primeras páginas: sus juegos de números que suman letras y encuentran
cifras mágicas. Fue nuevo ver a Benedicto XVI como un maestro de supercherías,
un jugador de un casino venerable y sofisticado.
Acudí entonces a un libro de un tamaño similar que estaba sellado en la
cabecera de mi cama. Serviría como antídoto contra la noche larga que prometía
Ratzinger. Ya no se trataría de una infancia sagrada sino de los últimos días
de un hombre que se niega a mirar al cielo en medio de su agonía. Un ateo que
consumido por un cáncer de esófago nivel 4 (no hay nivel 5) decide contar sus
dolores y sus pensamientos luego de ser deportado a “Villa Tumor”. Mortalidad,
es el título de la colección de artículos de Christopher Hitchens que terminan
con las simples anotaciones del moribundo, bocetos de las páginas que no
fueron.
Hitchens reta a la muerte como si fuera uno más de sus contradictores en
el debate público. Está orgulloso de poder mirarla a los ojos, de esperarla
aunque lo encuentre humillado y maltrecho, asexuado (con los primeros síntomas
Tanatos gana la pelea sobre Eros), incapaz de ejercer desde el imperio de su
voz, sabiendo que será imposible una nueva pretensión de juventud. “He retado a
la Parca a que alargue libremente su guadaña hacia mí y ahora he sucumbido a
algo tan previsible y banal que me resulta aburrido”.
Pero Hitchens también es un paciente excitado y por momentos feroz.
Creerá en las posibilidades de algunos tratamientos con un respaldo científico
y escupirá sobre la esencia granulada de la semilla del durazno, las dietas
macrobióticas, la posibilidad de abrir sus chacras y otras curas que requieren
la carga de un aparato de fe sobre los hombros. También en ocasiones es
melancólico: se duele porque no podrá asistir al matrimonio de sus hijos, ni
gozar la recién adquirida posibilidad de eterna primera clase por sus millas
acumuladas, ni leer (o por qué no escribir) las “notas necrológicas de villanos
como Henry Kissinger o Joseph Ratzinger”.
La enfermedad de un ateo recalcitrante hizo que muchos espíritus
religiosos celebraran el castigo sobre el blasfemo mientras otros tantos acudían
a la oración, primero por su alma y luego por su cuerpo. Hitchens no podía responder a las ofensas ni
agradecer lo que le parecía inútil. Sólo recordó una contundente frase ajena:
“no tengo un cuerpo, soy un cuerpo”. Y para los que apostaban por su posible
conversión buscó la sentencia de Voltaire cuando moribundo le dijeron que renunciara
al diablo: “no es el momento de hacer enemigos”. Prometo no apartarme nunca más
de mi senda como lector.
1 comentario:
Excelente!.. acorde con su tóxico seudónimo herpetológico.
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