Antanas
Mockus llevaba año y medio de haberse posesionado como alcalde de Bogotá cuando
sonaron las primeras voces que buscaban su revocatoria. La representante de una
asociación de minusválidos que aspiraba a ser edil de la localidad Antonio
Nariño y el fiscal de Sintrateléfonos eran los ciudadanos más descontentos de la
ciudad en 1996. Detrás de esos dos ilustres desconocidos asomaban tres concejales
con hambre y las palabras de siempre: “inepto, caos, desorden administrativo,
falta de ejecución”.
Luego
fue Peñalosa. En 1999 el problema era el exceso de obras. Había más de 4000
frentes de trabajo en la capital y los cambios en el POT generaban enemigos e
inquietudes. De nuevo un desconocido, Luis Eduardo Leyva, manejaba las
planillas para recoger firmas y armar manifestaciones. El ruido se hundió antes
de las urnas. Lucho Garzón también sufrió el amago de los amargados en la
derrota. En este caso el retador era nada más y nada menos que Germán Vargas
Lleras. La agenda nacional estaba copada y Vargas Lleras intentaba proponer un
debate que lo pusiera a la altura del alcalde de Bogotá. En política el tamaño
de los enemigos es proporcional al tamaño de las expectativas y los debates sin
urnas de por medio son aburridos ejercicios académicos.
Antes
de que llegara la temida firma del Procurador Ordóñez, Samuel Moreno alcanzó a
sentir la voz de quienes se pretendían líderes de su legión de electores
arrepentidos. Además del grupo con 90.000 seguidores en Facebook estaba la voz
dolida de Andrés Pastrana para guiar al rebaño. Pero no se pudo ni contra Samuel
y su 80% de desaprobación.
Ahora,
para repetir la pantomima de cada 4 años, Miguel Gómez propone la revocatoria de
Gustavo Petro. El repetido juego de los oportunistas es una señal inequívoca de
que la balanza de la sospecha debe inclinarse hacia el lado de los revocadores.
Porque los políticos derrotados pueden ser más peligrosos que los elegidos.
Proponer una especie de revancha electoral cuando el alcalde no ha cumplido
siquiera un año en su cargo no es más que una fantochada. En Colombia se han
intentado cerca de 50 revocatorias y ninguna ha logrado mover a alcaldes o
gobernadores de su silla. Miguel Gómez sabe muy bien que perdería por goleada
contra Petro en una campaña de revocatoria. No le interesa el rumbo de la
ciudad sino el tamaño de su sombra en el teatro de la política. No puede
resistir que Gina Parody sea la contrincante oficial de Petro mientras él es apenas
un peón del uribismo. Necesita la tarima inútil de la revocatoria para crecer
un poco.
Lo
peor del caso es que el alcalde de Bogotá apoya la idea de su contradictor. A
Petro le gusta mucho más la política desde la tarima que desde el escritorio y
sabe más de discursos vocingleros que de soluciones. El reto de Gómez lo
ayudará a defenderse lejos de los problemas y cerca de la retórica. En este
caso la idea para hundirlo resulta una especie de salvavidas: “Quiero que se dé
(la posibilidad de revocatoria) porque nos pone de nuevo en campaña. Nosotros
necesitamos estar otra vez en la calle, gobernar en la calle, conquistar
espacios que por la enfermedad he dejado.”
Colombia
ha sabido huir, por apatía, por cansancio, por simple desconfianza, a una
avalancha de revocatorias como la que sufre Perú: en el último año se votaron
en cerca de 300 que en su mayoría solo sirven a los políticos. Las discusiones
democráticas más importantes se dan en foros distintos a las mesas electorales y
tienen resultados opuestos a un candidato levantando sus brazos. Bogotá deberá
elegir las peleas valiosas y los escenarios adecuados.
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