Por paradójico
que parezca la Asamblea Nacional Constituyente de comienzos de la década del
noventa fue impulsada más por la guerra con el Cartel de Medellín que por la
paz con el M-19. Muchos comentaristas han hablado de las condiciones propicias,
azarosas unas, estructurales otras, que se conjugaron para que la séptima
papeleta llegara a ser la constitución del 91. Una especie exótica que necesitó
de un microclima excepcional.
Como antecedente
mediato estaban las fallidas reformas de finales de los años setenta que
perecieron bajo vicios de trámite y dejaron unos papeles y unas ideas en la
memoria. También flotaba en el ambiente la cercana frustración por el proyecto
fallido presentado durante el gobierno Barco. Los narcos le metieron la carga
de la extradición y el propio gobierno decidió hundirla. El asesinato de Galán
consolidó un clima de disolución nacional y la debilidad del Estado hizo que
una espontánea movilización popular fuera acogida como posible salvación.
El 25 de agosto
se convocó la llamada Marcha del silencio y un discurso estudiantil marcó el
camino para lo que siguió: “Solicitamos la convocatoria al pueblo para que se
reformen aquellas instituciones que impiden que se conjure la crisis actual”. El
mensaje combinaba el apoyo al Estado con la exigencia de cambios sustanciales.
La clase política tradicional miraba con algo de burlona condescendencia a los
estudiantes exaltados, pero menos de un año y medio después se estaban
eligiendo los miembros de una constituyente soberana y sin límites en su
temario. En esa convocatoria participaron el poder ejecutivo, el poder judicial
y los ciudadanos mediante el voto. Un decreto del gobierno Barco le dio
carácter constituyente a los dos millones de papeletas depositadas en las
elecciones de marzo de 1990. Un fallo de la Corte Suprema validó esa
demostración y abrió la puerta para que la iniciativa fuera votada
“formalmente” en las elecciones presidenciales de mayo. Por primera vez en años
una expresión popular lograba romper los cercos del santanderismo. Los
candidatos presidenciales de todos los colores se sumaron a la iniciativa. El
27 de mayo más de cinco millones de personas votaron para que se convocara a
una Asamblea Constituyente.
Los asesinatos
de Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo terminaron por convencer a gente de
variadas militancias de que era clave buscar un cambio inspirado en palabras
como reconciliación y tolerancia. Nadie podía negar la variada legitimidad de
esa convocatoria, hecha con aval tardío de los partidos pero sin su protagonismo.
Los resultados de la votación reprodujeron el ambiente de convocatoria: no hubo
hegemonías y todo terminó ´por parecerse más al “sancocho nacional” de Bateman
que a las mesas servidas del bipartidismo. Un catálogo de derechos ciudadanos y
otro de mecanismos de participación política fueron los legados más importantes
que quedaron escritos en la Constitución.
Durante todo ese
tiempo las Farc estaban consolidándose como cartel narco. No se enteraron de
los cambios y todavía hoy no logran diferenciar entre una extorsión armada de
10.000 combatientes y un movimiento ciudadano con legitimidad política y legal.
Tampoco saben que Márquez no es Pizarro y que en las ciudades son solo
convictos peligrosos. Su gran mérito para pedir una constituyente es haber
llegado tarde, traer algunas propuestas viejas y tener el repudio del 95% de la
población.
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