Calificativos como ateo y comunista salieron a relucir en medio de la manifestación
convocada por Gustavo Petro el lunes pasado en la Plaza de Bolívar. Volvimos a palabras
y disyuntivas que parecían superadas por nuestros debates políticos. También se
agitaron las banderas del partido comunista y el M-19, y oímos un desordenado
recuento de la historia política nacional con Gaitán y Pizarro como referentes
del supuesto momento histórico que estábamos viviendo. Un Petro lloroso y
desbordado armó el altar de mártires y se incluyó como una víctima más de la “oligarquía
asesina”. Por momentos, el tono, el ambiente de indignación y los llamados a
pelear los espacios democráticos en la calle me hicieron pensar en Venezuela, donde
la arbitrariedad y la protesta han llevado a un estancamiento civil y político,
a un caos institucional cubierto por elecciones recurrentes.
Un trino de Antonio Ledezma, el reelegido alcalde Metropolitano de Caracas,
confirmó esa primera impresión: “Hay una diferencia bien sustancial entre
Alcalde Electo y Ministro Impuesto. Esa diferencia se llama ‘pueblo’”. Por un
momento creí que Ledezma estaba defendiendo a Petro, que bien podría ser su
antónimo ideológico. Pero no, Ledezma defendía sus funciones y su legitimidad
democrática. Desde que ganó su primera elección en Caracas, hace cinco años,
Hugo Chávez nombró un jefe de gobierno para el Distrito Capital, con
presupuesto y mandos propios, y dejó al alcalde con su palacio y sus votos. Era
una manera legal, al tiempo que desafiante y grosera, de desconocer el triunfo
de los opositores políticos.
Alejandro Ordóñez, desde un poder con vestidura jurídica, se ha
convertido en un extravagante comodín político. La red de lealtades
burocráticas que tejió para su reelección demuestra que es un hábil
clientelista. Una nómina de 400 cargos de libre nombramiento y remoción con
salarios de 14 millones de pesos es suficiente para lograr una mayoría en el
Senado. A la hora de las sanciones Ordóñez se ha mostrado implacable con
políticos de todos los bandos. Guardadas algunas lealtades azules que asoman
bajo su toga justiciera. No es casualidad que antes de descabezar a Petro haya
tumbado al Superintendente financiero y jugado duro contra el presidente
candidato. Se trataba de equilibrar la balanza. En pocos días habrá elecciones
atípicas en Morroa y Abriaquí por decisiones de la Procuraduría, en los
pequeños feudos también se dan batallas políticas que pasan inadvertidas.
El diseño institucional de la Procuraduría junto al liderazgo y el
respaldo político y judicial que fue construyendo de su jefe, crearon un poder
de veto administrativo y electoral que nos puede llevar a escenarios de
polarización y crisis política cercanos a los que ha sufrido Venezuela. La
condena dictada por un funcionario que construye su código caso a caso y no
admite recurso alguno, genera impotencia e insensatez, convierte los partidos
en facciones y la política en un juego inevitable de retaliación. Ordóñez ha
sacado del escenario a importantes fichas nacionales y tiene en su escritorio
las carpetas de otras tantas. Desde su posición extrema ha terminado por
decidir quién tiene derecho a participar en el debate electoral. Una cierta complacencia
sectaria de la sociedad y un disfraz anticorrupción hicieron que tardáramos
mucho en notar que era peligroso para todos.
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