martes, 17 de diciembre de 2013

Prensa fantástica





El extraño objeto estaba en la mitad del sembrado de maíz. Un fierro amorfo de cuatro toneladas recibió esa mañana a los campesinos que venían a deshojar las matas. Se rieron de esa tosca lámpara maravillosa e intentaron moverla con el píe, como sacudiendo un animal dormido y amenazante. No faltó la teoría espacial que mencionaba de los restos de un cohete o un satélite. Siempre hay un hombre lleno de datos doctos y falsos: “En los últimos 55 años han caído a la tierra 15.000 toneladas de chatarra espacial”, dijo un chofer que se arrimó con la cámara de su teléfono a registrar el hallazgo extraordinario. Comenzó entonces la pequeña peregrinación: el polvo y los cactus le daban a la escena un merecido aire de trabajo de chatarrería, más de veinte hombres alcanzaron a trabajar en el improvisado taller en medio del campo de maíz reseco. Cuadrillas de amigos enlazaron el cascaron azul e intentaron llevarlo a sus casas, cada una usando una fórmula distinta. Luego de unas horas de fuerza inútil las especulaciones habían cambiado de propósito: ya no importaba qué diablos era ese extravagante retazo sino cuánto podían pagar por él como chatarra.
Hasta que apareció la carroza destinada a arrastrar el gran fierro. Un hombre en un tractor, acompañado de su mujer, su hermana, un hijo, su cuñado y un sobrino, amarró la pieza y en medio del polvo la condujo hasta el garaje de su casa en las afueras del pueblo. El cortejo fue envidiado en silencio mientras los protagonistas sonreían cubriéndose la boca para no tragarse el polvero. Un rastro de un kilómetro quedo marcando la ruta de la pequeña hazaña. En la noche la televisión había hecho olvidar la historia del día en el pueblo y la casa de los guardianes del tesoro no mostraba ningún reflejo particular.
Al día siguiente, un campesino que había movido otros tiestos encontrados junto al despojo mayor sintió náuseas, un quemón en la pantorrilla derecha y un extraño ardor en el pecho. Le contó a su esposa que él había tomado algunos hierros del maizal. En el hospital los médicos identificaron sus marcas y en menos de una hora el pueblo estaba lleno de policías y hombres con batas blancas. Ahora el polvo lo levantaban las camionetas que iban y venían y el maizal había sido cercado con cintas de seguridad. Parecía que en el medio de ese campo insignificante hubiera caído una astilla maravillosa.

También los seis ladrones estaban ya en el hospital contando su equivocación en medio del vómito. Dos noches atrás habían amarrado al chofer de un camión que descansaba al lado de una estación de gasolina y lo habían tirado en un campo cercano. Encartados con esa deformidad impenetrable decidieron tirarla, como al chofer, e intentaron sacarle el posible secreto. Ellos esperaban un camión cargado con insumos lecheros o mercancía de las fábricas de polietileno de la región. Adentro del fierro había 40 gramos de Cobalto 60, un material que en 4 minutos de contacto directo produce mortales hemorragias. La vieja máquina de radioterapias había convertido al pueblo en el centro de un absurdo experimento que combinó el atraco sencillo, la mecánica básica, las sustancias radioactivas y el rebusque. Basta que un chofer comience a roncar en la cabina de su camión, para que comience a moverse la cuerda del cuento fantástico.


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