Muchas veces la letra de los códigos de sanciones tiene un efecto tranquilizador
para los ciudadanos. La promesa de un castigo severo a ciertas conductas reprochables
genera una sensación de justicia, de misión cumplida según la cual ya todo está
escrito y solo resta poner el sello de las condenas. Los legisladores saben muy
bien que vivimos en un permanente anhelo de castigo alimentado por el show de las
injusticias, bien sean banales, tétricas, pintorescas o deprimentes, que se cuentan
a diario en la voz exaltada de los noticieros. La reciente ley sobre
conductores y alcohol ha despertado una euforia inicial entre congresistas,
policías y funcionarios de tránsito. Las cifras hablan de menos accidentes y
menos ciudadanos conduciendo luego de haber bebido. El general Palomino dijo
hace poco que los 2.757 conductores sancionados hasta el 6 de enero por
violación a la ley aprobada el 19 de diciembre pasado, significan una
disminución del 47% respecto a los sancionados durante el mismo periodo entre
2012 y 2013.
Sin embargo, entre nosotros es sano un relativo pesimismo frente al
imperio de las leyes escritas bajo el signo de la urgencia y la unanimidad entre
congreso, gobierno y medios. Así como muchas veces las obras públicas envejecen
mal, se deterioran antes de tiempo o se quedan sin usuarios luego de las
inauguraciones, las leyes también pueden sufrir los rigores del uso y el abuso,
y terminar convertidas en “construcciones” desproporcionadas y
contraproducentes. Las multas que tanto han alegrado y alarmado pueden ser la
perdición de la nueva ley. En Colombia estamos acostumbrados a la millonaria
acumulación de deudas entre choferes infractores, incluso entre aquellos que
viven del trabajo que les permite su licencia. Si eso ha pasado siempre con
multas cercanas al medio millón de pesos no me quiero imaginar lo que pasará
con las multas de ocho o de veinte millones, serán como dicen los abogados “sentencias
para enmarcar”. Para las redes de corrupción en los tránsitos municipales el
negocio se multiplicó por tres, por cinco, por ocho. La corrupción más cara
será más sofisticada y veremos florecer las fábricas de licencias falsas y los
mecanismos para manipular el RUNT. Si para evadir castigos menores y multas de
ochocientos mil había “emprendedores”, para evitar multas millonarias y
cancelación de licencias los diligentes serán legión. Y los policías de
tránsito que en los primeros días han denunciado a 400 conductores por intentar
un “arreglo amigable”, perderán poco a poco su inflexibilidad para encontrar
una “justa proporción” entre los denunciados y los arreglados. El monto de las
multas hará que crezca su poder y sus tentaciones.
De otro lado, los conductores han comenzado a crear sus redes para evadir
los controles que siguen siendo casi exclusivos de las capitales. Aplicaciones
en los teléfonos pueden marcar una ruta casi 100% segura. La más primaria
lógica del derecho sancionatorio, sea penal o administrativo, dice que el
ciudadano le teme a la alta probabilidad de encontrar una sanción y no a las
sanciones desproporcionadas escritas en los códigos. Por ejemplo, imponer la pena
de muerte por homicidio es solo un alarde cuando se sabe que el 80% de los asesinos
nunca serán castigados. Cambiar el talonario de multas del policía siempre será
más fácil y más popular que intentar un cambio real en las plantillas de
agentes y ciudadanos.
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