La señora Rousseff lo necesitaba. Los vidrios blindados distorsionan la
realidad, el ojo ubicuo de los escoltas y el lente acechante de los fotógrafos producen
espasmos musculares. La señora quería gritar, sentir el viento en la cara,
insultar con todos los dientes al chofer que se atraviesa en un bus. Escogió
sus grupos preferidos para el desfogue -AC/DC, Black Sabbath, U2 y Coldplay- y
salió como parrillera en una Harley Davidson a rondar Brasilia. La ciudad de
los burócratas se veía distinta desde su trono de incógnita: el espejismo de
las enormes vasijas que soñó Niemeyer, las plazas desoladas de esa “empresa en
el desierto”. Como lazarillo de la ceguera inevitable que aqueja a los
presidentes, estaba el secretario del ministerio de seguridad social. Es el
tono gris de la aventura, dos funcionarios que creen huir del horror de las
primeras páginas. El jefe de seguridad dejó todo en su punto: los escoltas
seguían a los “fugitivos” a prudente distancia para que se sintieran libres. Los
escoltas soltaban el sillín de la señora Roussef para que creyera que “pedaleaba”
sola, pero seguían corriendo detrás por si perdía el equilibrio. Ya una vez la
habían engañado en Nueva York. Quería ir sola al Central Park y le mandaron dos
detectives disfrazados de atletas de media tarde para que le echaran un vistazo
a la niña Roussef, y le dieron monedas para que tirara a las fuentes.
El señor Hollande también daba su pequeño paseo en moto. Apenas
doscientos metros entre el Eliseo y el apartamento de la Rue du Cirque. También iba en busca de un desfogue. Salía por la
puerta de atrás, tomaba el casco de uno de sus escoltas y clavaba la cabeza en
la espalda de su alcahueta. Lo suyo era una fuga definitiva, una reclusión en
otro mundo: lejos de sus obligaciones de Estado, de concubino oficial, de
ciudadano ejemplar, de político mesurado. El apartamento era alquilado por la
novia de unos mafiosos corsos y, por muchas razones, los croissants que llevaba el escolta en las mañanas sabían distinto. Berlusconi
nunca probó esas delicias en sus fiestas de Villa
Certosa, nunca necesitó de escapadas, ni sintió el aire fascinante de las
fugas presidenciales. Es el costo de la desvergüenza.
La señora Merkel, mutti responsable
y austera, elige otro tipo de evasión. Ni la aventura amorosa ni la huida
adolescente, ella solo recuerda que faltan algunas cosas en sus estanterías y
hace parar su caravana frente a un mercado. Se baja con su chaqueta verde y su
pantalón negro, con su bolsa de tela para evitar el plástico, y escoge las verduras
con la mano entrenada del ama de casa. Paga, y adiós. Sin siquiera intentar un
gesto de impostada amabilidad. Faltan dos días para elecciones y la señora Merkel
se despide de la cajera con una mirada rápida.
Para el señor Mujica las cosas son distintas. Tiene que simular su
investidura. Se ha retrasado un poco para llegar a la cena de gala por la
posesión del presidente de Paraguay, tal vez olvidó sus cigarrillos, su
comitiva ya ha entrado a los jardines del Palacio de López y tiene que afrontar
solo la guardia presidencial. Las rejas se cierran y el señor Mujica debe
fumarse un cigarrillo mientras todo se aclara. “Nos los culpo. Si yo viera que
alguien como yo quiere entrar solo a semejante lugar, tampoco lo dejaría…”,
dice el presidente, un desvergonzado de estirpe contraria a la de Berlusconi.
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