Bogotá se ha convertido en un inmenso consultorio
jurídico. Desde hace seis años la capital se dedica al derecho administrativo,
disciplinario y penal. Recuerdo el tiempo en que se discutían proyectos, hoy
solo se habla de proyectos de fallo, de sentencias en ciernes y posibles
impedimentos por los primos o hermanos de magistrados que trabajan bajo el logo
de Bogotá Humana o bajo la mirilla de la Procuraduría. La capital se puede
cubrir desde Paloquemao, se pasó de las oportunidades a los principios de
oportunidad y los ciudadanos celebran la condena a Rojas Birry o rabian por la
casa por cárcel a Hipólito Moreno. Los electores intentan defender sus derechos
con tutelas y cuando la maraña legalista llega a los cuatro altos tribunales
del país es necesario pasar al derecho internacional. Las últimas dos
administraciones han hecho una gran contribución a la cultura jurídica del
país: ahora sabemos cómo funciona el código único disciplinario y todo el mundo
puede desmenuzar el cohecho impropio, ya podemos diferenciar entre la Comisión
y Corte Interamericana y los ciudadanos piensan en medidas cautelares para
enfrentar una multa de tránsito. Antes
se discutía la conveniencia de los proyectos, hoy solo se habla de los términos
de la licitación y las inconveniencias de los anticipos.
Hubo un tiempo en que Bogotá marcaba la pauta en
urbanismo, movilidad, educación pública y cultura ciudadana. La gente
preguntaba si valía la pena sembrar bolardos, si los colegios por concesión eran
enseñanza con más inteligencia que pliegos, si los parquímetros eran abuso o
regulación, si los mimos en la calle eran simple payasada, si Transmilenio era
un ejemplo a seguir y si las ciclorutas eran una especie apta para estas
tierras. Pero la corrupción y los arrebatos ideológicos por encima de la lógica
lograron desempolvar el gusto leguleyo, la fascinación por los códigos y la
letra menuda. Están muy lejos los tiempos en que la ciudad del Águila Negra
tenía además de la Real Audiencia los tribunales de la Santa Cruzada, de
Tributos y Azogues, de Bienes de Difuntos, de Papel Sellado, de Diezmos y más.
Oidores, síndicos, procuradores, alguaciles, escribanos y pregoneros movían con
sus decisiones sobre lo divino y lo humano la vida de la aldea que se pretendía
ciudad letrada. Con un aire más deslucido, la simple corbata en vez de la
golilla, un almuerzo corriente entre un magistrado y un directivo del
acueducto, los acuerdos privados entre fiscales y acusados, Bogotá vuelve a
vivir bajo el triste imperio de eso que llamamos la ley.
Como ejemplo de ese tránsito tortuoso entre
oficinas públicas y juzgados nada mejor que lo que ha pasado en un parque que
recuerda la liberación de los sellos y las minutas de España. Las obras del
Parque de la Independencia llevan más de dos años paralizadas, debían terminarse
en 2010 para acompañar una celebración y lucir un nuevo nombre: Parque
Bicentenario. El invento de Samuel Moreno chocó con los vecinos y el Ministerio
de Cultura y muy pronto todo estaba en manos del Tribunal Administrativo de
Cundinamarca. Se pasó entonces de los arquitectos a los jueces. Llegar a los
tribunales para resolver los conflictos es supuestamente un signo de civilidad;
pero llevar todas las decisiones de una ciudad al filtro de los juzgados y
considerar esa balanza simbólica como instancia privilegiada, es una clara
señal de atrofia política y administrativa.
5 comentarios:
Muy buena y muy cierta. Infortunadamente es nuestro voto lo que convierte a un ladrón en político.
Muy buena y muy cierta. Infortunadamente es nuestro voto lo que convierte a un ladrón en político.
La discusión de proyectos queda en un ejercicio académico, expertos en leyes y no en propuestas. Razones destructivas y cuestionamientos, siempre prevenidos sobre lo que puede pasar antes de la conveniencia del proyecto para la ciudad.
La discusión de proyectos queda en un ejercicio académico, expertos en leyes y no en propuestas. Razones destructivas y cuestionamientos, siempre prevenidos sobre lo que puede pasar antes de la conveniencia del proyecto para la ciudad.
Queda siempre el mal sabor, pues se interpreta la ley para proteger intereses particulares olvidando el daño que se le hace al interes común con estas decisiones.
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