Se cumplieron veinte años de la mascarada del subcomandante Marcos en
Chiapas. Once horas de combates, cientos de entrevistas, una decena de marchas,
discursos viejos sobre el “hombre nuevo” y el humo aromático de su pipa son
parte del legado del filósofo y guerrillero. Marcos demostró que la insurgencia
puede ser una pantomima moral contra el mundo entero y sus miserias. Un reloj
en cada mano simboliza su lucha desde los tiempos originales –idílicos, como
debe ser– contra una humanidad que se pudre sin remedio. Los fusiles eran solo
para quitarle algo del tono pueril al discurso. Bien lo dijo Octavio Paz cuando
le reclamaron por prestarle más a tención al subcomandante que a toda una
generación de escritores mexicanos: “¡Es que ustedes no se han levantado en
armas!”.
Marcos inauguró una especie de populismo esotérico. El Popol-Vuh, la
música norteña, las profecías mayas y la rabia contra el PRI y su “revolución inmóvil”
han sido su divisa. En realidad podría ser compositor de Calle 13 o corista de
Manu Chao. La última gran marcha de su movimiento fue el 21 de diciembre de
2012 para decir “aquí seguimos”, pero este mundo es tan malo que ni se acaba. No
todo han sido estribillos en estos veinte años. Rafael Guillén Vicente, alias
Marcos, también tuvo un sabio protector, un anciano de la tribu que llegó desde
la academia: Luis Villoro, indigenista mexicano nacido en España, fallecido
hace unos días, fue un entusiasta de su causa. El mundo que parecía extinguido
en sus libros e investigaciones volvía a ser una promesa. Su hijo Juan Villoro
lo resumió bien, “mi padre encontró ahí una ‘puesta en vida’ de sus
preocupaciones.”
Esa puesta en vida se tradujo en la creación de 38 municipios Autónomos
Rebeldes Zapatistas y Juntas de Buen Gobierno para su administración. La
consigna es clara y vendedora: “Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”. Los
turistas bienpensantes se toman fotos con el lema a sus espaldas y gestionan
aportes para ese experimento inspirador. Las comunidades zapatistas se agrupan –se
encierran, dicen otros– en los llamados Caracoles, un nombre que intenta romper
con las denominaciones burocráticas oficiales y simboliza otro de los tantos
lemas: “lento pero avanzamos”. El gobierno es el enemigo tras los cercos del
movimiento y se prohíbe el ingreso de los programas estatales. Salud, educación
y políticas agrícolas se construyen y financian desde sus convicciones y con
sus recursos. Maite Rico –coautora de un libro sobre el zapatismo llamado La
genial impostura– entregó hace poco algunos números con resultados del
experimento más allá de la tinta de los manifiestos: “En estos 20 años la
pobreza ha aumentado en los municipios zapatistas: del 68,7% al 81,3% en San
Andrés Larrainzar, del 56% al 66% en La Garrucha; del 67% al 72% en Morelia…”
Además, las escuelas autónomas sin acreditación ni grados escolares son un
misterio ancestral, y los comandantes militares y jefes políticos del movimiento
se convierten en soberanos de la tribu. El gran logro de esa secta moralista es
que ahora no se bebe alcohol en los Caracoles.
No sé por qué ese laboratorio hecho de discursos me hizo pensar en lo que
podrían ser las Zonas de Reserva Campesina bajo el liderazgo de unas Farc
desmovilizadas. Siendo el comandante Joaquín Gómez mucho más peligroso que el subcomandante
Marcos.
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