Algo más de sesenta mil familias se dedican al cultivo de coca en
Colombia. Familias que han terminado viviendo más por obligación que por decisión
propia en zonas de conflicto y colonización. Territorios donde la coca es
moneda de cambio y la ley se dicta con un guiño amenazante, donde el banco es
DMG o el candado en la caja de herramientas y las épocas de verano e invierno
se acompañan de las temporadas en las que llueve veneno. El 80% de quienes
cultivan los arbustos dicen que quieren dejar el negocio, y un poco menos de la
mitad tienen la coca como simple complemento a sus cultivos legales. En muchos
casos su trabajo no les deja ganancia, simplemente aseguran un flujo de caja
para sobrevivir, 2’350.000 pesos cada año en promedio para cada una de las
personas dedicadas a sembrar, cuidar y recoger la hoja. Quienes siembran están
cada vez más lejos del negocio del procesamiento, el 70% simplemente hace
labores agrícolas. Las preguntas, luego del acuerdo firmado en La Habana, son
varias: ¿será posible atender las necesidades de esas familias, compensar los
cerca de 600.000 millones que mueve en negocio en su primer eslabón, sacar a la
gente de los ciclos y la lógica de la ilegalidad, garantizar que las Farc no
seguirán imponiendo sus maneras o que las bandas no llegarán para reemplazar al
antiguo intermediario?
Hay signos alentadores y preocupantes en las posibilidades que se vienen
si tuviéramos al gobierno y las Farc trabajando juntos en las zonas de cultivo.
El negocio está más o menos concentrado y los esfuerzos podrán ser puntuales y
verificables. Hace unos años se logró con éxito, y con la cruenta oposición de
las Farc, sacar la coca de La Macarena. Es lógico que con la simple ayuda que
significa no disparar se podrían lograr resultados similares en otras regiones.
En diez municipios de siete departamentos (Nariño, Putumayo, Cauca, Norte de
Santander, Guaviare, Meta y Vichada) se cultiva cerca del 40% de la coca. Sería
una buena disculpa para la llegada del Estado sin camuflado. De otro lado los
expertos en el tema dicen que la guerrilla controla cerca del 60% de los
cultivos y mal que bien tiene real ascendencia sobre los campesinos. Una influencia
siempre paradójica como lo demuestra la famosa declaración de un hombre en las
marchas cocaleras de 1996: “A las marchas salimos voluntariamente obligados”. Es
claro que si el secretariado no tuviera un control sobre sus frentes más coqueros, la guerrilla sería hoy una simple sigla compuesta de bandas dispersas
y ajenas a la grandilocuencia de Timochenko, las promesas revolucionarias de
Márquez y las canciones de Santrich.
También hay espacio para pensar en el fracaso. Las bandas criminales y
los grandes carteles han ido construyendo una alianza con la que podrían muy
bien retar al Estado en los territorios cocaleros. Darían una guerra de baja
intensidad, defensiva, tal y como lo han hecho en el Perú donde convirtieron a
cuatro departamentos en el más grande centro de cultivo mundial sin darle pelea
al ejército. Podríamos pasar de la guerra a la corrupción generalizada en las zonas de cultivo. Esa sería la tarea de los cerca de mil “chichipatos” o “mazeros”,
que según el investigador Daniel Rico, son los intermediarios entre
cultivadores, cocineros y exportadores. De modo que el negocio tiene muchos
interesados, con plata y contactos, en conseguir la hoja, y tal vez simplemente
lleguemos al mismo número de hectáreas con campesinos cobrando un poco más por
su producto. O quizá haya suerte y el efecto globo convierta a Ecuador,
escampadero y oficina para los cruces hoy, en un gran fortín cocalero de
mañana.
1 comentario:
Hombre Pascual,porqué no colocás el ícono de Facebook y de Twitter para potenciar la difusión ?
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