Las campañas presidenciales están hechas de ruido. La exhortación al
debate es solo un cascabel de fondo que acompaña los redobles de los
señalamientos, la bocina de las injurias solapadas, el estruendo de los
escándalos recién construidos. Se trata sobre todo de dejar un sonsonete en la
memoria de corto plazo, de pegar un estribillo insultante en el último mes de
la carrera. Es lógico entonces que las competencias electorales dejen
escándalos perecederos a cambio de ideas memorables. Mucho se ha criticado la
actual campaña por su turbiedad y su nivel, por el tedio de sus inicios y el
agobio de su final. Pero se nos olvidan los tiempos sombríos de una campaña
reciente. Tal vez valga la pena recordar el clima reinante de certezas y
confusión cuando se reelegía el elegido.
Hace ocho años largos Álvaro Uribe acababa de crear una plataforma electoral
con nombre de apellido. La U de Uribe tenía su primera prueba en las
legislativas de 2006 y una semana antes del domingo señalado apareció Luis
Carlos Restrepo con los setenta hombres recién movilizados listos para
desmovilizarse. El truco del Cacica La Gaitana intentaba acallar las críticas a
la ley de Justicia y Paz, bajar el tono a los clamores por el acuerdo
humanitario y mostrar un presidente vencedor y magnánimo: “Mi reacción es esta
al darles esta magnífica noticia a los colombianos. La Seguridad Democrática
que hasta hoy los enfrentó, a partir de hoy empieza a protegerlos”, dijo el
entonces candidato. Los partidarios de Uribe obtuvieron el 62% de los escaños y
quedó claro que las dudas no calaban en el estado de la opinión.
En abril de 2006, un mes antes de las Presidenciales, se conocieron las
revelaciones de Rafael García sobre los vínculos del DAS con los paramilitares
y el muchacho Noguera regresó de su consulado en Milán a “modelar” en Bogotá.
Uribe reaccionó llamando “frívolo e irresponsable” al director de Semana, la
revista que había sacado a García en la portada, y advirtió a los medios que
tenían que escoger entre la seriedad y el sensacionalismo de la prensa
amarilla. El mismo 62% acompañó a Uribe en las presidenciales y ya se incubaba
la encrucijada del alma.
Al comenzar su segundo mandato estalló el escándalo por los “falsos
positivos”. El ejército se había convertido en una fábrica de muertos para
satisfacer a su comandante en jefe y ganar la guerra aunque fuera frente a la
opinión pública. Además algunos militares montaron una oficina de propaganda
encargada de falsos atentados terroristas. Se anunciaron carrosbomba
desactivados en Bogotá, Sibaté y Fusagasugá, y uno alcanzó a estallar cerca a
la Escuela José María Córdova. La Seguridad Democrática tenía sus perversiones publicitarias
y los militares dejaban ver su imaginación. Pero Uribe, que ya pensaba que sin
su poncho habría “hecatombe”, reclamó no insistir en el tema de los “falsos
positivos”, que según sus cuentas era solo una cortina de humo para tapar la
brutalidad guerrillera y desprestigiar a la red de informantes. La Parapolítica
era todavía un desliz de cuatro congresistas y el gobierno aún no instaba a
votar a sus hombres libres.
Hace ocho años eran las emociones de la guerra las que movían la campaña
presidencial. Los asesinatos indiscriminados de las Farc, los golpes ciertos o
falsos del ejército y el discurso de un gobierno que vestía de camuflado bajo
el poncho, marcaban un ambiente perfecto para el inamovible. Al menos ahora
asistimos a los escándalos virtuales y a una disyuntiva con alternativas más
allá de las rabietas del mandamás.
1 comentario:
Un saludo desde Neuhausen, die Schweiz Pascual! Siempre os sigo!
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