Los uniformes de la policía se pueden convertir en un comodín criminal.
La placa, los números en los chalecos y el serial en las pistolas le entregan
un amparo temporal a los rituales macabros de las mafias. El supuesto abismo
entre los policías y sus perseguidos es siempre más estrecho de lo que se
piensa. Una línea invisible divide el corredor que comparten y los encuentros
no siempre se dan del lado de las inspecciones y las planillas oficiales. Hay
cruces diarios, encontrones de rutina. Poco a poco comienzan a construir un
lenguaje común, a compartir demonios y a ver la muerte como una solución
corriente.
La desaparición de los estudiantes en México ha retratado de nuevo a los
policías municipales de ese país como una banda uniformada a órdenes de los
capos del lugar. Cada tres años los alcaldes de los pueblos arman su cuerpo de
policía como si se tratara de simples funcionarios para hacer un censo. Los
policías le deben lealtad absoluta a un alcalde que a su vez le debe favores y
licencias a un narco. En Iguala las cosas llegaron a un extremo perturbador: no
era solo José Luis Abarca, el alcalde, quien nombraba a los hombres que deben vestir
las guerreras de la policía, ahora esa decisión era compartida con un capo de
nombre sonoro, Sidronio Casarrubias. Los policías de pueblo si acaso reciben la
chapa y las balas por parte del Estado, y terminan disparando tiros ajenos
contra objetivos propios de los mafiosos. Mientras tanto los campesinos de la
policía comunitaria, con una escopeta y una pala al hombro siguen escarbando la
tierra en busca de cadáveres.
En Venezuela la pelea es entre los policías que se identifican con las
siglas del Estado y los civiles que dicen defender un partido y una revolución.
La policía de cascos blindados contra la desarrapada policía política. El
Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) fue
acusado por organizaciones de Derechos Humanos de cometer la mitad de las
ejecuciones extrajudiciales que se habrían presentado en el país en 2013. Hace
un mes, un allanamiento al Edificio Manfredi, en el centro de Caracas, dejó
cinco personas muertas. La Brigada de Acciones Especiales se enfrentó con la
gente del Frente 5 de Marzo, uno de los colectivos del chavismo duro, y la
tempestad política que siguió trajo una expresión obligatoria en el país
vecino: “revolución a la institución policial”. Las palabras fueron de Maduro y
obligaron a la salida de su ministro del interior. En Venezuela la policía
lucha desde facciones distintas, defendiendo orillas políticas, cobrando odios
de clase, buscando en papel que deje ganancias en medio del desorden.
En Colombia la masacre de ocho personas en una finca en el sector de La
María, al sur de Cali, también tiene sus pertrechos de policía. Miller Andrés
Ramos, un patrullero, les entregó a los asesinos los
chalecos para que llegaran presentables. El hombre pagó el valor de las prendas
y salió libre hace unos días. Se dice que detrás la masacre estarían las siete
toneladas de coca incautadas en abril pasado en Cartagena. El Coronel Néstor Maestre,
hombre de antinarcóticos, era el encargado de llevar la carga hasta un barco
con rumbo a Rotterdam. Para investigar su conducta había sido nombrado en el
Cauca donde seguro ya comenzaba conversaciones con otros exportadores. En
América Latina, la cinta policial que cerca la escena de las masacres se hace
cada vez más natural.
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