Los entierros son casi siempre un rito social al que se asiste por
obligación. Nada del último adiós o el intento de una conexión final con un
cuerpo ya rígido. Solo un gesto de consideración con los deudos, una respuesta
al llamado a lista que hacen los curiosos y los maledicentes. Es tal vez el
rito social al que se asiste con menos emoción y se participa de manera más
fría. La muerte impone ciertos modales que solo algunos dolientes borrachos o
algunos farsantes profesionales suelen romper.
Pero otra cosa sucede cuando el muerto está teñido con algún color que
simbolice enfrentamientos políticos o deportivos. En ese caso ya no valen las
reservas de los familiares y amigos del difunto, y el silencioso cortejo puede
convertirse en manifestación, batalla, misa campal o vuelta olímpica. En
Medellín son famosos los entierros de los hinchas muertos en sus correrías de
estadio en estadio. Se agitan las banderas desde los techos de los buses, se
repiten los recorridos habituales hasta la cancha, se cantan todos los estribillos
y las canciones a manera de marcha fúnebre, se hacen los brindis de rigor
mortis y se echan los humos correspondientes. Al final no queda más que una
algarabía y algunos insultos contra el hombre del palustre que termina por
cerrar la ceremonia.
La muerte de los jugadores del Chapecoense y sus acompañantes logró que
el rito algo bizarro que se repite cada tanto con hinchas jóvenes muertos en peleas
o accidentes, fuera un evento en el que participaron miles de ciudadanos. Aquí
no había culpa ni rabia. Era solo un sentimiento de dolor compartido, una
necesidad de expresar solidaridad. Pocas veces se logra reunir tanta emoción
sin llegar a la estridencia y las estampidas. Una energía colectiva empujó a la
gente hasta las tribunas y los alrededores del estadio. No se trataba de un
entierro. No había muerto un solo colombiano y casi nadie sabía siquiera los
nombres de las víctimas. La gente fue a acompañar a los lejanos familiares de
los muertos y terminó encontrando una compañía para su propio dolor.
En la mesa de los mangos de una de las vendedoras habituales en las
afueras del Atanasio se fue formando poco a poco un altar. No había virgen ni fotos
del malogrado equipo finalista. La gente sintió que la mesa y el paraguas
colorido que la cubría eran suficientes para comenzar el pequeño culto. La mesa
de los mangos terminó rodeada de cientos de velas y flores. Esos gestos
espontáneos le dieron valor a lo que pasó la semana anterior en Medellín. Así
como los días de duelo “decretados” por los poderes oficiales e ilegales.
Pero también hubo una especie de autocomplacencia que fue llegando y
cubriendo ese silencioso y natural desahogo. Un poco de exhibicionismo. Cuando
los gestos ya no eran espontáneos sino calculados, escritos, impresos. En
algunos momentos parecía que la ciudad se aplaudía a sí misma por su
solidaridad y no faltaron las escenas propias de los farsantes profesionales en
los entierros. También estuvo la palabra de los políticos y nuestro exceso de
formalismo y de ombliguismo. Los globos desde Barrio Antioquia valieron mucho
más que las palabras de los gobernantes. José Serra, el canciller brasilero,
soltó una especie de oración dolorida. Por nuestra parte los discursos solo
sirvieron para recordarnos que estábamos ante un evento oficial, con orden del
día y jerarquías. Un momento apropiado para la rechifla de la noche.
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