Nuestra justicia más que ordinaria solo logra identificar un presunto
culpable y comenzar un juicio en el 24% de los homicidios registrados por
Medicina Legal. Hace unos días el “aterrado” Fiscal general soltaba la cifra
con orgullo inquisidor. El porcentaje de condenas es aún menor y el de
injusticias es imposible de rastrear. Nuestra extraña fisonomía moral nos ha
llevado a ser un país acostumbrado a la impunidad y a los repentinos arrebatos
justicieros. Esa paradoja, acompañada del populismo feroz, sirve para explicar
las declaraciones absurdas del fiscal general en un mismo día. Por un lado se
mostró satisfecho con que uno de cada cuatro asesinatos no tuvieran siquiera un
señalado a quien perseguir, y por el otro, se declaró indignado frente a una
ley que impedirá llevar a la cárcel a los integrantes de 110.000 familias
cocaleras que viven en las orillas del mapa y el punto ciego del Estado.
En las capitales la Fiscalía no logra construir un caso con elementos
suficientes para condenar a los delincuentes que medran y mandan sobre grandes
sectores. Las capturas de jíbaros y consumidores de coca y marihuana se cuentan
por millones mientras los duros se aburren en los avisos de los más buscados.
En Medellín, por ejemplo, es corriente que quienes dominan las comunas sean “capturados”,
sería mejor decir recibidos, por la Fiscalía luego de la certeza de una justa
condena por concierto para delinquir. Hace unos días Carlos Pesebre, un hombre
con más de 20 años de vida criminal y una desmovilización a cuestas, fue
absuelto en segunda instancia de una condena impuesta por homicidio. De nuevo
todo quedó en manos del concierto para delinquir. La Fiscalía salió a pegar con
babas una acusación de supuestos delitos cometidos por Pesebre desde la cárcel.
Los casos de corrupción pasan por
cedazos muy parecidos. Sin el oído de la DEA seguirían pasando Bustos por inocentes.
Y si no fuera por la bulla de Otto muy poco se sabría sobre los maletines de Odebrecht.
La fiscalía parece en realidad una oficina dedicada a transcribir testimonios.
Ese es su gran, casi su único, medio de prueba. Y para recibirlos ofrece lo que
podríamos llamar una “justicia especial por incapaz”. Dado que no logra
condenas por cuenta propia se dedica a los principios de oportunidad, a
negociar, a ofrecer años a cambio de plata y pistas. Y a buscar titulares de
prensa, afán en el que solo se ve superada por la procuraduría. Lo más grave de
todo es que también se ha acostumbrado a usar la ganzúa de un proceso injusto
para buscar confesiones y delaciones imposibles. Las detenciones preventivas
han demostrado que entre nosotros la pena puede ser el proceso.
En medio de ese panorama estamos dedicados a las minucias de la Justicia
Especial para la Paz (JEP). La justicia transicional que sin un solo expediente
ya ha armado un alboroto político que al parecer durará más que los 10 años del
propio tribunal. El mejor retrato que he leído sobre esa justicia lo publicó hace
poco Jorge Giraldo, el decano de la escuela de humanidad de la Universidad
Eafit. Son 80 páginas de historia, pragmatismo y pesimismo llamadas Responsabilidad y reconciliación ante la
justicia transicional colombiana. Se señalan los riesgos de los jueces
impulsados por un ánimo de heroicidad, de las sentencias y absoluciones como
armas en la política por venir, de las presiones punitivas desde los organismos
internacionales, de la mentira que supone la verdad recitada bajo recompensas judiciales.
Todo eso acompañado del escepticismo frente a un tribunal encargado de penetrar
y despejar “la niebla de la guerra”. Al final queda una pregunta de George
Steiner: “Cuáles son las raíces profundas de ese rechazo de toda
reconciliación, de ese rechazo de todo olvido?”.
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