Las recientes
recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) son
una alerta razonable más allá de los efectos particulares respecto a Gustavo
Petro. La Procuraduría colombiana, con la oruga de hierro en su plazoleta, se
ha ido convirtiendo en una pulcra amenaza, un peligroso órgano de descontrol.
La CIDH pide con razón que funcionarios elegidos popularmente no puedan ser
destituidos e inhabilitados por instancias administrativas. Instancias que
además tienen un alto grado de contaminación política y electoral. Hace unos
años, el exalcalde de Bogotá Paul Blomberg dejaba claros los riesgos
institucionales de esa extraña figura colombiana, a medias entre directiva de ONG,
fiscal, juez y advertidor general de la nación: “Un alto funcionario como el
procurador, cuyo nombramiento resulta de pactos oscuros en cuerpos colegiados
de elección popular poco aprestigiados, tiene las facultades de instruir
y la de sancionar al mismo tiempo.” Además de ese doble papel, para
muchos casos no existe una segunda instancia luego de la sanción disciplinaria,
y a los ejecutados no les queda más que recorrer un largo camino ante el
Consejo de Estado.
El
caso del exalcalde Petro deja muy claro la perversidad que pueden entrañar los
poderes desmesurados y carentes de una mínima responsabilidad que ejerce el
procurador en Colombia. Alejandro Ordóñez, actual candidato presidencial, pudo
sacar de carrera a uno de sus competidores para las elecciones de 2018. Hoy su
fallo puede verse como una simple zancadilla de un candidato a un rival
indeseado. Es muy posible que la sanción impuesta hace casi cuatro años se
caiga en el Consejo de Estado, pero eso no dejará ninguna consecuencia para el
exprocurador: “Al menos lo intenté”, pensará con algo de desvergüenza. Los
errores, las omisiones, las audacias administrativas de alcaldes y gobernadores
pueden pagarse caro ante la Procuraduría, pero los abusos probados del órgano
de descontrol nunca tendrán consecuencias.
La
Procuraduría es cada vez más –no solo en manos de Ordóñez, el actual procurador
Carrillo ha demostrado ser un actor del espectáculo anticorrupción– una especie
de administración a posteriori, inteligentísima una vez se presentan los
hechos, con la potestad no solo de señalar y castigar errores sino de imponer
políticas públicas. Hace seis años la Procuraduría de Ordóñez suspendió al
alcalde Samuel Moreno por una “presunta y posible omisión en el deber de
asegurar las obras en debida forma”. Se refería a tres obras de infraestructura
en particular y a los incumplimientos de los contratistas. A esas alturas
Samuel Moreno no tenía quién lo defendiera y terminó por fuera del Palacio
Liévano por temas muy distintos a la corrupción probada años después. Si los
problemas con contratistas justifican destituciones, los alcaldes y
gobernadores quedarían en las manos de empresarios privados y sería imposible
que acabaran su periodo. Bastaría un contratista ineficiente y vengativo y un
Procurador acucioso por protagonismo o animadversión política.
El
Consejo de Estado ha tumbado en los últimos años sanciones contra Alonso
Salazar, Piedad Córdoba, dos a falta de una, Sabas Pretelt y muy seguramente
viene un fallo en ese mismo sentido en el caso Petro. En todos ha resaltado
falta de pruebas y violación de derechos políticos. Sin eso pasa con alcaldes en las principales ciudades,
ministros y congresistas qué podrán esperar los alcaldes de pequeños municipios
ante ese monstruo político con pelaje de moralidad. Es hora de pensar en una
fórmula para llevar a la Procuraduría y a la corrupción a sus justas
proporciones.
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