Está claro que
entre nosotros no importa la razón a la hora de desatar los grandes nudos que
impone la realidad. Discernir, pensar, usar la inteligencia para resolver problemas
está un poco más allá de nuestras rabias y nuestros entusiasmos. Lo razonable,
como aquello que tiene proporción y huye de los excesos, no encaja con nuestras
lógicas exaltadas y nuestros ánimos de pendencia. Nos gusta más el pulso que pone
rojos a los contendientes ligados por su mano más fuerte, que embota la cabeza
con exceso de sangre, que el diálogo que pide algo de sosiego en busca de la
menos triste y costosa de las decisiones. No nos gusta la razón como ejercicio,
simplemente nos interesa tener la razón como simple alarde. No importa que se
imponga una verdad incompleta y costosa, lo clave es que se puede enrostrar una
equivocación, que se logre cobrar la apuesta.
La detención de
Jesús Santrich ha mostrado con claridad esa alegría profunda e irracional
frente a una amenaza. Millones de colombianos celebran y gritan, cobran e insultan,
para demostrar que tenían razón, que estaban en lo cierto, que lo habían dicho,
que conocen por dónde va el agua al molino. Las consecuencias que puedan tener
la detención y la posible reincidencia del ex guerrillero son apenas efectos
colaterales, obligaciones para saldar un desafío. Están de acuerdo en cobrar con
algo de carne a la manera de Shylock. Para muchos es mejor la desbandada de los
enemigos, la desconfianza mutua que puede regresar al conflicto y traer de
nuevo las certezas del odio. Renovar la posibilidad de la aniquilación al
enemigo es mucho más emocionante que darle una oportunidad al desacuerdo
pacífico y la reconciliación. Y si la posibilidad de aniquilación es demasiado
al menos las más cobarde y frívola del insulto. Si Jesús Santrich incumplió
unos compromisos largamente pactados y avalados por nuestros tres poderes es
lógico e forzoso que debe pagar las penas estipuladas. Lo que de verdad
sorprende es la avidez para que esa posible culpa personal arrastre todo el
proceso y renueve algo de caos y violencia. Los procedimientos pactados en los
acuerdos de La Habana, los fallos de la Corte Constitucional, las reformas
constitucionales que aprobó el congreso y la ley estatutaria que reglamentó la
Justicia Especial para la Paz son vistos como simples obstáculos, farsas para
evitar que se aplique justicia. Nuestro simbolismo algo arrevesado hizo que el
incidente coincidiera con el 9 de abril y su imagen de los machetes en alto.
Vale la pena
recordar que en los últimos 50 años el Estado colombiano ha emprendido, con
resultados variados, negociaciones con grupos ilegales más o menos cada década
¿Será que quienes hoy celebran su razón y piden algo más de acción también
recuerdan con alegría el desorden de la última negociación? ¿Les gustaría
repetir un proceso donde durante la negociación y desmovilización se cometieron
cerca de 4000 asesinatos por parte de las AUC? ¿Les parece un triunfo la
extradición de cabecillas, la cárcel del 1% de los desmovilizados, y la estampida
de mandos medios y combatientes rasos para comenzar de cero? Luego de algo más
de 10 años de la entrega de armas de los paras se habla de una reincidencia de
más o menos el 25% de los desmovilizados. Hoy tenemos al menos 20 grupos de “combatientes”
que apenas durante pocos meses fueron excombatientes. Esos paras que vieron
fracasar su proceso son sin duda los principales narcos de hoy. Tendemos a
creer que los fiascos del rival político constituyen triunfos. Pero en temas
relacionados con la guerra y la criminalidad nos toca compartir las
consecuencias de las decepciones. Nos toca cobrar con páginas rojas, con tragedias
que siempre confiamos serán ajenas y lejanas.
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