La estupidez se
ha convertido en un escándalo lucrativo. Ahora los medios la persiguen como
algunos locos persiguieron la genialidad. Ya ni siquiera es necesario que la
tontería sea ejercida por celebridades o poderosos. Cualquiera que haga un buen
papelón podrá ser reseñado para su escarnio y su dicha. Todo termina en una
especie de masturbación entre el público y el señalado: la audiencia se deleita
con el ultraje y el menosprecio al tonto de poner, mientras la figura de la
torpeza disfruta del ruido a su alrededor, al fin y al cabo entre los aplausos
y las rechiflas no hay grandes diferencias. Y la aguja de los decibeles es la
única que certifica la existencia. De modo que un lagarto que cometió una
infracción de tránsito, tres charlatanes que juegan con esvásticas como si fueran
catapiz, un pastor que busca escandalizar con sus excesos de santidad, un matón
que busca meter miedo con sus tatuajes y su hoja de vida o un funcionario de
pueblo con herencias formales españolas pueden ser protagonistas de las
noticias durante varios días.
Extraño la
sangre de la vieja prensa amarilla, su olfato para trivializar los grandes
dramas, su fuerza para desgarrar con el pico. Al menos lograba causar miedo y
repugnancia. Una parte de la prensa de hoy, y su triste rezago tras la cola de
rata de las redes sociales, termina en tareas contrarias a las de esa vieja
prensa sangrante. Ya no se trata de banalizar lo grave, de minimizar lo trágico,
sino de agrandar lo banal, de alardear con lo inexistente. Ya no estamos frente
a las fotos de Lady Di en el Mercedes destrozado bajo un viaducto en París ni
frente a las hazañas pornográficas de Bill Clinton ni siquiera ante la reja de
Villa Certosa donde trabajaba el lúbrico Berlusconi. También los escándalos
mojigatos, desde cuando hace 120 años el juicio a Oscar Wilde ocupó páginas
enteras en los diarios de Londres, han venido perdiendo importancia y
audiencia. Basta una riña entre profesores, una foto filtrada de algún flirteo,
una pedantería cualquiera frente a un teléfono celular. En su momento Wilde
advertía sobre los riesgos de la prensa jalada de la ternilla por el gran
público: “En Inglaterra el periodismo es aún un gran factor, una potencia
considerabilísima. La tiranía que trata de ejercer sobre la vida privada de la
colectividad se me antoja, realmente, algo extraordinario. El hecho es que el
público siente un afán insaciable de saberlo todo, menos aquello que vale la
pena saberse. El periodismo, consciente de ello, y con sus costumbres
comerciales, atiende y provee a la demanda.”
Ahora el público
no solo es quien demanda sino quien provee la oferta. Las redes sociales, el
tráfico digital, los chistes virales, la afrenta contra la tontería anónima, el
gozo de la risa colectiva sirven hoy en día como abono para la prensa, la
televisión, la radio. De modo que los medios muchas veces se dedican a barrer
hasta su recogedor las trivialidades que ha dejado la jornada en redes para
armar un pequeño resumen que pueda amplificar ante su público. El mismo que se
siente orgulloso de haber entregado algún pequeño fragmento para armar la
reseña oficial. Pero no todo pueden ser males de nuestro tiempo cuando a la
prensa de hoy le cabe una crítica de Georg Christoph Lichtenberg al menos hace
230 años: “Los periodistas se han construido una capillita de madera a la que
también denominan Templo de la Gloria y en la cual se pasan todo el día
colgando y descolgando retratos, en medio de un martilleo tan fuerte que no
deja oír ni la propia voz.”
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