En
febrero de este año un grupo llamado Colectivos de Seguridad Fronteriza cumplió
un papel clave para impedir la entrada de ayuda humanitaria a Venezuela. Armados
de fusiles, cubiertos con pasamontañas y patrullando en motos se han convertido
en un poder que ejerce y regula la criminalidad en la frontera. Actúa también como
grupo de choque frente a manifestaciones contra el gobierno de Maduro y como
megáfono de intimidación política. Según analistas de seguridad en la frontera,
como InSight Crime, las disidencias de las Farc se han encargado de entrenar
esos colectivos de composición binacional con presencia en tres estados
venezolanos. El gobierno no ha hecho más que dejarlos ser. Son trabajadores por
cuenta propia que prestan algunos servicios a cambio de espacio y tranquilidad.
En enero de este año patrullaron en San Antonio y Ureña a la vista de la Fuerza
Armada Nacional Bolivariana.
En esa
relación de intereses mutuos, de contraprestaciones calculadas entre disidencias
y gobierno Maduro, al parecer las primeras tienen algo más para ofrecer que el
segundo. Las Farc fueron en el momento de mayor compenetración con el gobierno
Chávez, entre 2002 y 2007, una guerrilla que compartía el objetivo de
consolidar un proyecto ideológico en América Latina, servía como ficha frente a
tensiones con Colombia, mostraba los caminos del enriquecimiento a generales
venezolanos y tenía comunicación directa con el presidente Chávez. A pesar de
todo eso promesas de misiles tierra-aire nunca se cumplieron y de los 300
millones de dólares prometidos, según correos interceptados, al parecer solo se
entregaron 50. Y cuando fue necesario, Chávez traicionó la confianza con
capturas, bajas y extradiciones para arreglar desajustes internacionales.
Ahora,
la guerrilla teatral de Márquez, Santrich y compañía no tienen mucho que
ofrecer al gobierno cercado y famélico de Maduro. Comparten la grandilocuencia
en el discurso y el Bolívar de cartón en la escenografía. El gobierno de Venezuela
es una camarilla de militares y civiles recelosos, tentados a la traición y temblorosos
ante los designios de Rusia y China. La verdad no puede ofrecer algo más que
indiferencia en el caos criminal de la frontera al que ahora Márquez y Cia
llegan como segundones. Las bandas criminales con algún brochazo político no
están dispuestas a acoger a guerrilleros con ínfulas de comandantes. Los
militares venezolanos aprendieron hace tiempo a manejar solos sus vueltas rumbo
a México. Las relaciones de Gentil Duarte y Jhon 40 en Venezuela tienen cierta
estabilidad, se habla de 300 hombres, y no será posible que el “estado menor”
de Márquez llegue a pedir mando y plata. Ese emprendedor no les abrirá la
puerta tan fácil a socios sin mucho valor agregado. La competencia está tan
dura que los principales guiños de la “alocución” de 32 minutos los dirigieron
al ELN. La “marqueztalia” está en un punto ciego.
La
paradoja es que todos los protagonistas, gobiernos, disidencias y medios, parecen
felices magnificando la amenaza, armando una nueva guerrilla y rearmando un
cuento alrededor de una sólida y provechosa unión entre un gobierno ocupado en
sostenerse y una disidencia encartada en existir. La estrategia es crecer al
enemigo armado para ganarle al rival político. Mientras tanto Márquez debe guardar
la portada de Semana como su último gran logro, y Santrich tortura a sus
hombres con el discurso que ensordece al Paisa y enloquece a Romaña.
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