Las
primeras alarmas sobre la plaga quedaron encerradas entre las tapas de algunas
revistas científicas. Los médicos chinos comenzaban a entender cómo funcionaba
el virus y los enfermos comenzaban a morir. Pero era inevitable, de eso se
trata cuando se habla de contagios y muertes. Las tablillas en las camas de los
pacientes eran simples anécdotas mientras los artículos en las revistas eran
grandes descubrimientos. Lui Shao-hua, doctor en ciencias sociomédicas y
antropología, lo explicó con algo de reproche: “Sería muy fácil observar la
tendencia desde la perspectiva funcional de los grandes datos
epidemiológicos. Pero esas personas usaron los datos con fines de
publicación, sin preocuparse por esta tendencia o por la salud pública.”
Casi un
mes después de tener claridad sobre el carácter mortal del virus se dieron las
órdenes de las autoridades. Primero el cierre, la cuarentena de una ciudad de
once millones de habitantes. Luego, el “cordón sanitario” para Hubei, un estado
de cincuenta millones de habitantes. Una especie de castigo inmerecido, un
designio que solo debe reprocharse a los dioses y a los pequeños agentes de sus
castigos. Una joven con apenas dos meses en la ciudad de Wuhan encontró en un
breve diario virtual una forma de pasar los días: “El mundo está en silencio, y
ese silencio es espantoso. Vivo sola, solo me doy cuenta de que hay otros
seres humanos alrededor por los ocasionales ruidos en el pasillo (…) Un hombre
estaba tratando de comprar mucha sal y alguien le preguntó por qué estaba
comprando tanta. Él respondió: ‘¿Y si el aislamiento dura un año entero?’ (…) Hoy
es Año Nuevo Chino. Nunca me importaron mucho las celebraciones, pero ahora, el
Año Nuevo me parece aún más irrelevante que nunca. A la mañana, me salió un
poco de sangre cuando estornudé. Sentí miedo.”
Las
pocas palabras de la joven de 29 años recuerdan al “cronista” de La Peste de Camus cuando se dio la orden
perentoria de cierre de la ciudad: “…un sentimiento tan individual como es el
de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras
semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo
durante aquel largo exilio.” Separar a millones de humanos, impedir sus
movimientos, lograr que el miedo sea barrera suficiente no es fácil. En Francia
una habitante de Wuhan confesó en las redes haberse escondido detrás de
medicamentos para aliviar la fiebre para lograr su viaje soñado. El 99.9% de
los habitantes de la ciudad están sanos y convictos. Las redes sociales son el
único desfogue, un ruido incontable de descontentos y mentiras. Pero no solo
están las trampas a la cuarentena, también están quienes se nombran a sí mismos
policía anti peste: increpan a quienes no tienen mascarillas, sellan las casas
donde han visto visitas de sanidad, reportan ante la policía a quienes
consideran infectados.
Las
cuarentenas tienen una larga historia desde su primera noticia hace casi
setecientos años en Venecia. A propósito, su carnaval se canceló y algunos
cínicos han hablado de la celebración de su historia de quaranta giorni. Estados Unidos puso en cuarentena a 43 ciudades
hace cien años en medio de una epidemia de influenza. Murieron 115.000 personas
a pesar de los seis meses de restricciones. Los decretos casi siempre van un
paso atrás de los virus. Cerrar las puertas ayuda a la neurosis colectiva y la
discriminación. En el Ensayo contra la
ceguera de Saramago un parlante hace las advertencias a los ciegos
encerrados en un manicomio: “… abandonar el edificio sin autorización supondrá
la muerte inmediata de quien lo intente”. En Wuhan solo queda un desahogo: “Cerca
de las 20:00 horas, escuché gritos de "¡Vamos Wuhan!" que
salían de las ventanas. El canto colectivo es una forma de empoderamiento.”
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