La
muerte será siempre un acecho que nos empuja o nos paraliza, un terrible
aliciente que no marca direcciones ni entrega ninguna garantía. Una objeción a
todos los planes, a los caprichos y a los grandes ideales. Ahora está todos los
días en una especia de balance que hacemos de la manera más trillada, como si
contáramos simples tránsitos entre dos fronteras corrientes. La vemos en las
tablas de la burocracia y en los informes periodísticos, y su número lejano nos
dice que se acerca, que crece como una inundación inevitable.
Esa
cercanía puede trivializarla, puede convertirla en una carga que a la distancia
estamos dispuestos a soportar con cierta naturalidad. Los asiduos de los
hospitales nos hablan de ella con cierto cinismo. Son unos especialistas y
logran ser descarnados, hacen las proyecciones del drama que viene en las
habitaciones asignadas, entregan la descripción de los candidatos ideales para
esa estadística, las anécdotas sobre sus colegas pusilánimes o consagrados. No
digamos que la invocan, pero sí nos muestran una cara a la que no estamos
acostumbrados. Y nos demuestran que están mejor preparados para la acción que
para la espera.
También
los funerarios han mostrado una faceta menos parca. Esa indiferencia bien
disimulada de consideración es hoy más cercana a la suficiencia. Al menos entre
quienes no han recibido una espantosa avalancha. “Aquí estamos con los últimos
datos, con la posibilidad de desmentir los informes oficiales, con las noticias
de última hora”, parecen decir. Convertidos en informantes del más allá. Y tal
vez podrían llevar en el bolsillo de sus chaquetas el fragmento de un poema del
escritor británico Kingsley Amis: “Tengo algo que decir a favor de la muerte: /
no te obliga a dejar la cama, y es una suerte. / A cualquier parte, estés de
pie o largo / llega hasta ti sin cobrar recargo”.
Imposible
no pensar en el libro de un enfermo célebre, Mortalidad, escrito por Christopher Hitchens durante el tratamiento
de un cáncer de esófago que terminó con su vida luego de un año y medio de gira
por hospitales. Hitchens se arrepiente varias veces en esas páginas por tratar,
en algunos momentos, su convalecencia como una lucha. En un principio lo asumió
usando una frase que se atribuye a Nietzsche: “Lo que no me ha matado me ha
hecho más fuerte”. Dejó de creer en esa batalla que solo tenía derrotas,
entonces tomó prestadas las palabras de un colega profesor que padeció un
derrame cerebral y otras dolencias: “Los pacientes yacíamos en tumbas de
colchones”.
Ese
libro sobre la muerte se parece en realidad a un repaso clínico, a una diatriba
contra los tratamientos, las preguntas de los sanos, la condescendencia, la
debilidad, el hipo, el estreñimiento… “La difícil ocupación por sobrevivir” no
deja espacio para mucho más. Esa es tal vez la mayor derrota de ese libro: ser
más un tránsito entre habitaciones y una reseña de la expulsión del país de los
sanos que una profunda meditación sobre el final de la vida. Médicos y abogados
son los grandes protagonistas de ese peregrinaje: “Burocracia, la maldición de
Villa Tumor.”
Pero
ese no es único vacío que dejan las 120 páginas de Mortalidad. Tampoco sobre la enfermedad queda mucho que decir. Es
imposible advertir el dolor. Los médicos no lograron describirlo antes de los
tratamientos, y él tampoco puede hacerlo para los futuros pacientes. Esa voz,
al final, parecer no tener privilegio alguno: la enfermedad “entraña siempre
una tentación permanente de mostrarse egocéntrico”. Y a nosotros nos toca
volver a los cuadros y diarios y a los temores.
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