El
2020 ha dejado todo tipo de imágenes inquietantes, de titubeos del poder ante
un enemigo que desobedece e insiste. La certeza de los decretos y las
decisiones políticas se ha cambiado por el intento de demostrar preocupación y
cuidado. Los políticos han pasado de los regaños a los ruegos de una semana a
otra, y han dictado su voluntad con un supuesto telón de ciencia y con el temor
en cada palabra. En tiempos de ceguera muchos asumen cualquier medida como una
necesidad vital, hay una gran obsecuencia, un afán inusitado por obedecer.
Cuando los gobiernos enfrentan el reto menos susceptible a sus herramientas,
cuando han demostrado ser menos efectivos e inteligentes, vemos una tendencia a
poner en sus manos un poder desmesurado.
Entre
esas imágenes inolvidables del 2020 están los soldados vestidos de blanco, con
su traje antifluidos y su fusil, custodiando un barrio de 3.000 personas en la
Comuna Santa Cruz en Medellín. Los carabineros y el ESMAD reforzaban el cerco
que se impuso al barrio El Sinaí. Los soldados llegaron a apuntar contra
mujeres que pretendían salir de sus casas y el perifoneo ordenaba incluso bajar
de las “planchas” del segundo piso. Estaba prohibido tomar aire y brujear. Les
prometieron 15 días de encierro a cambio de arroz, fríjoles, aceite, garbanzo y
papa. “Los estamos protegiendo”, era la frase del momento y no ha dejado de
sonar con alguna variante: “estamos salvando vidas”. Esa nueva misión nos
traerá mucha diligencia y mucha tiranía. Desde mediados de abril llegaron las
advertencias que se han ido diluyendo entre los picos y las muertes por goteo. Peter
Singer, profesor de bioética en Princeton, lo dijo con riesgos y certezas:
“Creo que la suposición, y ha sido una suposición en esta discusión, de que
tenemos que hacer todo lo posible para reducir el número de muertes, no es
realmente la suposición correcta (…) Ningún gobierno invierte cada dólar que
gasta en salvar vidas. ¿Cómo evaluamos el costo general para todos en términos
de pérdida de calidad de vida, pérdida de bienestar, así como el hecho de que
se están perdiendo vidas?” Tal vez los gobiernos, como los motociclistas,
tarden para obedecer de nuevo la luz roja de los semáforos.
También
vimos a los mayores de 65 años pelear por su libertad como si fueran convictos,
tratados como inimputables, carentes de capacidad para tomar decisiones sobre
la más simple cotidianidad. Mientras tanto algunas parejas jóvenes y
responsables paseaban a sus perros en los parques y despotricaban contra
algunos viejos insensatos que se exponían en exceso. Y vimos la cara más
temible de la policía que llegó a matar en su afán por “salvar vidas”. Las
restricciones se hicieron cada vez más confusas y casi todo necesitaba el visto
bueno de policías y vigilantes, el número de la cédula, la temperatura, la
inscripción a la plataforma, cada requisito era una vuelta más a un mecanismo
de control que muchas veces terminó en extorsión. El poder ilegal hizo lo mismo,
la cara del Chapo en las cajas de ayudas en Guadalajara, las patrullas civiles
en pueblos de la costa Colombiana y las bandas con nuevo pretexto para la
“vigilancia” y el abuso.
En
América Latina cada país ha dado los tumbos inevitables, señalando triunfos y
tragedias en diferentes tiempos. Y hemos visto los ejemplos reseñados y luego
corregidos por esta realidad excesiva. Y ahora, cada vez los países del
vecindario tenemos cifras más cercanas. A pesar de las diferencias ideológicas,
poblacionales, económicas y sociales pareciera que en los indicadores más
gruesos terminaremos igualados. Todavía no es el tiempo de balances y
lecciones, pero tal vez, a pesar del parloteo y las medidas, íbamos a terminar
en los mismos lugares. Los tiempos de la fatalidad.
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