A
comienzos de la pandemia el encierro y las nuevas rutinas llamaron a una
repentina reflexión. La quietud impuso un gusto por la especulación y todos nos
dedicamos a encontrar comportamientos y cambios excepcionales. Un tiempo diferente
nos tenía que hacer diferentes. Para algunos se trataba del optimismo ante la
cercanía del dolor y la amenaza, un humanismo empujado por la guadaña. Pero
también el pesimismo tenía sus cartas, no habría más que rapiña, abusos de
poder y oportunismo. Los humanos no serían más que pescadores en la desgracia,
mutaciones del mismo virus egoísta que se impone en nuestra naturaleza. Todo
adornado por destellos edificantes e historias de sacrificio para las lágrimas
imprescindibles.
Uno de
los libros más vendidos del año nos enseña en cambio un poco de resignación por
nuestras reacciones predecibles sin importar los siglos y las fronteras. El Diario del año de la peste de Daniel
Defoe puede leerse como un libro anticipatorio, como un catálogo de
confirmación sobre las decisiones oficiales y privadas, acerca de los esfuerzos
gubernamentales y los esguinces individuales. El libro busca reconstruir, con
ánimos documental y licencias literarias, el tiempo de la peste bubónica en
Londres en 1665. Y de verdad que sorprenden las similitudes con el contenido de
las noticias que hemos tragado con esfuerzo y dedicación durante este año.
Al
comienzo se describe la estampida de quienes tenían la opción de refugiarse
fuera de las ciudades. Se habla de unas 200.000 personas que salieron antes de
las talanqueras oficiales con retenes y las defensas a plomo de los campesinos
en las afueras de algunos pueblos. Los encierros en las ciudades siempre
encontraban una opción de salida, algunas cruentas como las que “hicieron
saltar a un vigilante con pólvora” mientras los miembros de la familia salían
por la ventana; otras más simples como los sobornos a “los miserables” que cuidaban
las puertas o el pago a los vecinos para salir por los solares sin vigilancia.
Encerrar a la gente “tampoco cumplió su finalidad en lo más mínimo, y solo
sirvió para exasperar a las gentes y desesperarlas al extremo…”
Los
médicos también eran marcados en medio de los reconocimientos: “… los
investigadores, cirujanos, cuidadores y sepultureros no pueden transitar por
las calles sin llevar abiertamente una vara o bastón rojo de tres pies de
longitud en sus manos”. Esos héroes peligrosos también fueron acusados de matar
a sus pacientes para sacar provecho personal, la mentira de las enfermeras
asfixiando a los contagiadas. Las Fake
news circularon sin que se hablara de infodemia: “Se hicieron algunos
intentos para suprimir la impresión de los libros que aterrorizaban al pueblo y
de amedrentar a sus propagadores…” Pero para muchos el miedo, falso o cierto,
era un alimento necesario.
Las
tabernas y cervecerías tenían que cerrar a las 9:00 P.M. y estaban prohibidos
“bailes de osos, juegos, cantos de coplas y similares motivos de reunión del
pueblo.” También la renta básica era una de las discusiones. Defoe dice que los
pobres eran los más afectados y los más valientes frente al virus, “cumplían
sus obligaciones poseídos de una especia de brutal coraje…”, pero no se tomaron
medidas para auxiliarlos: “Los ciudadanos no tenían depósitos o almacenes
públicos de granos o harina para sustentar a las familias más necesitadas”. Y
los protocolos no varían demasiado, la gente llevaba menuda para no recibir
devuelta, los carniceros y tenderos se bañaban en vinagre y la gente “llevaba
frascos de esencias y perfumes en las manos”.
Diario del año de la peste es
también la historia del 2020, vivimos bajo otra ciencia y otras cepas pero
buena parte de la nueva anormalidad se resiste al cambio, una vieja historia de
métodos, miedos e instintos.
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