En Colombia la mayoría de los menores llegan a las armas en un tránsito normal, comunitario podría decirse, familiar algunas veces, que implica incluso una especie de proceso educativo, de paso a paso hasta encontrar un papel en el frente de guerra. En las zonas claves de reclutamiento los menores han vivido el conflicto en una cotidianidad en la que las armas son la herramienta natural desde muy temprano. En realidad no han sido convertidos en “máquinas de guerra”, simplemente han nacido en unos contextos donde muchas veces es imposible no ser engranajes de guerras continuadas.
En
2017 el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) publicó un informe llamado Una guerra sin edad. Son más de
seiscientas páginas que dan cuenta de casi cincuenta años de menores y fierros.
El análisis se da sobre “16.879 registros de reclutamiento y utilización de
niños, niñas y adolescentes”. Las relaciones comunitarias o familiares con los
grupos armados, el impulso de las venganzas que dejan sus cortas historias de
vida, las simpatías ideológicas, los referentes del poder, el prestigio social,
las necesidades económicas son señaladas como algunos de los caminos a las
filas.
En esa
historia las Farc son los mayores reclutadores y un testimonio de uno de sus
comandantes deja clara la naturalidad de ese tránsito. Oliverio Merchán, un
jefe del Bloque Oriental conocido como el Loco Iván, cuenta su experiencia
estudiantil: “Me encontré a un profesor que había sido profesor mío (…). Siendo
él guerrillero me explicó y me gustó lo que me dijo que era luchar contra la
pobreza, contra el hambre, la miseria, entonces decidí irme.”
El
estudio del CNMH deja claro que por momentos los menores tuvieron un papel protagónico
en crecimientos, consolidaciones o nacimientos de algunas estructuras. Los que
empezaban como vigilantes o mensajeros en pequeñas tareas también fueron punta
de lanza. Las ACCU los usaron como la principal “mano de obra” para sus
primeras incursiones en Urabá donde a mediados de los noventa mandaban las
Farc. Raúl Hasbún lo contaba con toda naturalidad en 1998: “Si existiera la
vacante, inmediatamente se les hubiera dado trabajo, no le hubiera negado su
ingreso al frente, porque no había ninguna restricción... Estábamos en una
guerra y yo no me fijé en ese tema.”
El ELN
armó una parte de su estructura en el sur de Bolívar con hijos de sus bases
sociales. Los primeros paras del Magdalena Medio tuvieron a los niños como “provisión”
indispensable: el trabajo bien pago y la “seguridad común” era visto como un
activo en la región. En las Farc fueron claves los menores en el Tolima cuando
se pretendió cercar a Bogotá e indispensable su base más que joven en el Ariari
Guayabero y el Caguán. Ahí estuvieron algunas canteras de guerreros. Tanto que
en un momento Manuel Marulanda culpa al “mal reclutamiento” de los golpes a las
Farc a comienzos de los 2000. El triunfalismo había convertido sus frentes en
un carrusel de menores (unos llegaban y otros se desmovilizaban) al estilo “campamentos
de verano”. En el año 2003 el pico de reclutamientos por diferentes actores
armados llegó a 7.136 niñas, niños y adolescentes.
Con
semejante historia patria la lógica simplista del ministro de defensa, cercana
a la teoría de los daños colaterales, resulta increíble. No solo muestra la
mínima memoria, una triste indolencia por parte de quién fue director del ICBF;
sino un craso desconocimiento de la ruta de los menores a las armas, de su
condición de víctimas. “Los han convertido, nos toca eliminarlos”, parece decir
el ministro. Olvida es que es el país, su historia, las zonas donde crecieron, el
que ha hecho imposible una infancia o adolescencia fuera del alcance de la
guerra.
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