Las
zonas de tolerancia para el negocio de la prostitución o del proxenetismo han
sido consideradas un instrumento necesario para “proteger” a la ciudadanía de
actividades contrarias a la moralidad pública, una manera de evitar contagios
de todo tipo; y al mismo tiempo, una posibilidad de señalar algunos sectores,
de encerrar puntos de la ciudad para ejercer más fácil un control y reseñar algunas
rutas non sanctas. En los sesenta se discutió mucho en varias ciudades sobre
los beneficios de las zonas de tolerancia. Para algunos no era moral ni legal
dar amparo a semejantes comportamientos, otros decían que era cuestión de alejarlos
de iglesias y colegios, y los más pragmáticos las defendían como una forma
sencilla de ubicar al “hampa” para su necesario castigo.
Las
nuevas regulaciones han dejado de hablar de la moral para asumir un lenguaje más
“neutro e innovador”. Ahora las zonas donde la prostitución es actividad
principal son consideradas de “alto impacto” en los Planes de Ordenamiento
Territorial. Eso significa, simplemente, que pueden ser poco compatibles con
espacios residenciales. Asimilables a las zonas de talleres, por ejemplo, o a
las bodegas de reciclaje.
Hace
unos días el alcalde de Cartagena, William Dau, habló de la necesidad de una
zona de tolerancia en Cartagena que saque la prostitución del centro histórico:
“La idea que yo tenía era establecer una zona rosa, bien desarrollada, que haga
parte del atractivo de la ciudad pero reglamentada, una zona que ofrezca
seguridad e higiene”. Incluso dice que se podría hacer una Alianza Público
Privada para financiar ese sector. Ya tenemos tres nombres: zona de tolerancia,
zona de acto impacto y zona rosa, hace años las llamaban también zonas negras.
La idea es compartida por algunos gremios, autoridades de policía, medios,
comerciantes y habitantes del centro de la ciudad.
Parece
increíble que en medio de los problemas de explotación sexual y trata de
personas (principalmente de mujeres, niñas y niños) por el “comercio sexual”
las autoridades hablen solo de proteger el patrimonio turístico. Las “noches de
Cartagena”, el rumor de los coches, los curazaos florecidos en los balcones,
las iglesias coloniales no pueden ser percudidas por la prostitución. Cuando
las discusiones actuales en el mundo y los fallos de la Corte Constitucional
hablan sobre la dudosa licitud del negocio de proxenetas, del abuso implícito
que implica la prostitución, del consentimiento viciado de quienes “trabajan” –son
sometidas– en condiciones de vulnerabilidad económica, de violencia o
desplazamiento, el alcalde Cartagena quiere que el Estado participe en el
negocio.
La
Corte en Colombia ha fallado sobre la legalidad de la prostitución cuando se
han intentado restricciones más allá de los Planes de Desarrollo. Pero al mismo
tiempo ha dicho que “la prostitución suele estar asociada con el delito de
trata de personas, expresamente condenado por la Organización de las Naciones
Unidas (…) y la explotación de la prostitución tiene un efecto negativo y de
gravedad considerable en la sociedad. En otras palabras, los Estados deben
luchar por reducir su expansión, de modo que la Corte encuentra legítimo que el
Estado dirija sus esfuerzos a desestimularla, a reducir sus efectos e, incluso
a erradicarla”.
Los
escenarios de prostitución en nuestro país hacen necesario que el Estado
presuma la explotación sexual en medio de proxenetas que inducen, promueven y
vinculan a mujeres sobre las que tienen un gran poder. Es preciso, como ha
dicho la Corte, que los funcionarios judiciales y administrativos tengan de
forma permanente la obligación de vigilancia para excluir el abuso y la trata que
casi siempre implica la prostitución. No es cuestión de alejar el abuso sino de
evitarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario