miércoles, 21 de julio de 2021

Noches de Cartagena






 

Las zonas de tolerancia para el negocio de la prostitución o del proxenetismo han sido consideradas un instrumento necesario para “proteger” a la ciudadanía de actividades contrarias a la moralidad pública, una manera de evitar contagios de todo tipo; y al mismo tiempo, una posibilidad de señalar algunos sectores, de encerrar puntos de la ciudad para ejercer más fácil un control y reseñar algunas rutas non sanctas. En los sesenta se discutió mucho en varias ciudades sobre los beneficios de las zonas de tolerancia. Para algunos no era moral ni legal dar amparo a semejantes comportamientos, otros decían que era cuestión de alejarlos de iglesias y colegios, y los más pragmáticos las defendían como una forma sencilla de ubicar al “hampa” para su necesario castigo.

Las nuevas regulaciones han dejado de hablar de la moral para asumir un lenguaje más “neutro e innovador”. Ahora las zonas donde la prostitución es actividad principal son consideradas de “alto impacto” en los Planes de Ordenamiento Territorial. Eso significa, simplemente, que pueden ser poco compatibles con espacios residenciales. Asimilables a las zonas de talleres, por ejemplo, o a las bodegas de reciclaje.

Hace unos días el alcalde de Cartagena, William Dau, habló de la necesidad de una zona de tolerancia en Cartagena que saque la prostitución del centro histórico: “La idea que yo tenía era establecer una zona rosa, bien desarrollada, que haga parte del atractivo de la ciudad pero reglamentada, una zona que ofrezca seguridad e higiene”. Incluso dice que se podría hacer una Alianza Público Privada para financiar ese sector. Ya tenemos tres nombres: zona de tolerancia, zona de acto impacto y zona rosa, hace años las llamaban también zonas negras. La idea es compartida por algunos gremios, autoridades de policía, medios, comerciantes y habitantes del centro de la ciudad.

Parece increíble que en medio de los problemas de explotación sexual y trata de personas (principalmente de mujeres, niñas y niños) por el “comercio sexual” las autoridades hablen solo de proteger el patrimonio turístico. Las “noches de Cartagena”, el rumor de los coches, los curazaos florecidos en los balcones, las iglesias coloniales no pueden ser percudidas por la prostitución. Cuando las discusiones actuales en el mundo y los fallos de la Corte Constitucional hablan sobre la dudosa licitud del negocio de proxenetas, del abuso implícito que implica la prostitución, del consentimiento viciado de quienes “trabajan” –son sometidas– en condiciones de vulnerabilidad económica, de violencia o desplazamiento, el alcalde Cartagena quiere que el Estado participe en el negocio.

La Corte en Colombia ha fallado sobre la legalidad de la prostitución cuando se han intentado restricciones más allá de los Planes de Desarrollo. Pero al mismo tiempo ha dicho que “la prostitución suele estar asociada con el delito de trata de personas, expresamente condenado por la Organización de las Naciones Unidas (…) y la explotación de la prostitución tiene un efecto negativo y de gravedad considerable en la sociedad. En otras palabras, los Estados deben luchar por reducir su expansión, de modo que la Corte encuentra legítimo que el Estado dirija sus esfuerzos a desestimularla, a reducir sus efectos e, incluso a erradicarla”.

Los escenarios de prostitución en nuestro país hacen necesario que el Estado presuma la explotación sexual en medio de proxenetas que inducen, promueven y vinculan a mujeres sobre las que tienen un gran poder. Es preciso, como ha dicho la Corte, que los funcionarios judiciales y administrativos tengan de forma permanente la obligación de vigilancia para excluir el abuso y la trata que casi siempre implica la prostitución. No es cuestión de alejar el abuso sino de evitarlo.

 

 


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