China
ha comenzado el momento de los trapos rojos. No se trata de las banderas al
aire con motivo del vigésimo congreso del Partido Comunista Chino que se
realizará a finales de este año y muy seguramente le entregará un tercer
periodo al presidente Xi Jinping. En cambio, es el momento de las protestas por
la falta de alimentos y medicinas, y de los gritos desesperados desde los
apartamentos convertidos en galpones. En nuestras ciudades los trapos rojos
fueron señal de desamparo frente al miedo y las restricciones por la llegada de
la pandemia. Grito de auxilio por hambre y agotamiento que ya recordamos en la
nebulosa del Long Covid. China vive
hoy, luego de cerca de dos años y medio de su caso cero, ese primer momento con
símbolos distintos, no se agitan los trapos en los balcones y las ventanas,
pero sí se grita por las redes, se choca contra los escudos de la policía
biosegura, se desobedece en nombre de la rabia y la impotencia.
El
gobierno comunista sigue jugando al miedo extremo, al terror frente al virus, a
una estrategia que niega los riesgos. Y es la mejor demostración que las diversas
reacciones oficiales frente a la pandemia responden en muy buena parte a la
política, a las urgencias de los gobiernos, a las posibilidades de control
sobre la población, al carácter democrático de cada país. China es la vara
perfecta para evaluar las medidas que se tomaron en todo el mundo: un
termómetro de represión anticientífica y locura colectiva. Su estrategia Cero
Covid (contener el virus con medidas de control social) es una apuesta política
de la que hoy parece imposible escapar. Lo que al comienzo parecía un filtro
perfecto, elogiado por muchos y seguido por democracias como Australia y Nueva
Zelanda, hoy es una trampa de la que parece imposible escapar. El gobierno no
puede desmentirse a pesar de las evidencias científicas, “la victoria viene de
la perseverancia” dijo el presidente Xi hace menos de un mes frete al
politburó; y una buena parte de la gente no puede salir de sus casas, hay cerca
de 37 millones de personas en confinamientos en el país y solo en Shangai están
activos 200 centros de confinamiento obligatorio en escuelas, coliseos y torres
de apartamentos confiscados.
El
mundo comienza a mirar a China como una extraña anomalía, como un paciente al
que se le han aplicado los remedios más fuertes, la terapia de choque, y es el
más enfermo cuando han pasado dos años del inicio de la pesadilla en uno de sus
mercados húmedos y turbios. Pero la fiebre del descontento ha comenzado a
desplazar al terror Covid. El año pasado el más importante epidemiólogo chino, el
doctor Zhang Wenhong, dijo que tal vez era hora de pensar en coexistir con el
virus y fue tratado de traidor que buscaba debilitar la gran estrategia
nacional. Hace unos días el doctor Zhang habló de una “estrategia más
sostenible” frente al virus y la reacción de muchos ciudadanos en redes fue de
apoyo y agradecimiento. Y la palabra libertad apareció y algunos científicos
locales se atrevieron a señalar que los daños de las medidas podrían ser
mayores a las consecuencias por el crecimiento de los casos de Ömicron.
El
terror es un arma muy poderosa y no necesita evidencia para ser propagada. Solo
amenazas, recriminaciones, mentiras alarmantes, drones parlantes llamando a
controlar los impulsos… El lunes de esta semana murieron dos personas por Covid
en Shangai, tenían entre 89 y 91 años, y según el gobierno eso no pasaba desde
hacía dos años. Nadie sabe quiénes son los muertos. Dos fantasmas pueden
encerrar a 25 millones de personas. Mientras tanto, el poder chino prefiere las
pruebas a las vacunas, prefiere el control a la inmunidad.
Vacunas
Vs Pruebas
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