Alguien
tiene que compadecer al presidente, a los presidentes. Es cierto que tales
personajes merecen sus males y que los han conseguido en una lotería en la que
procuraron con locura comprar la mayor cantidad de boletas, pero también es
verdad que su premio mayor acarrea desgracias públicas, psicológicas y honoríficas
irremediables. Además del tedio, el cansancio, el odio y el remordimiento que
deben soportar. Sin contar con eso de vivir en un palacio soñado, como si la
fiesta de cumpleaños temática se le alargara cuatro años al niño fantasioso. Y de
tener que mirarse en la mañana al triste espejo donde se han mirado sus
enemigos más enconados.
Lo
primero que deben sufrir es ser investidos por uno de sus súbditos. Con la
frente en alto, con sueños y expectativas que los superan -porque los
presidentes también se engañan a sí mismos- teciben la banda de quien ha empujado
su carruaje en el último año. De modo que intentan agradecer como patrones
magnánimos pero se les nota el fastidio, el mismo fastidio que se hará
inocultable en el 90% de sus intervenciones públicas desde la posesión hasta la
rendición. Porque la presidencia frunce el ceño y marchita el sueño, según
dicen.
Pero
ahí solo han empezado los males. Luego de soportar entre semana a los
congresistas y sus papeles doblados de intenciones y sus cálculos de un voto
por los contratos de tres placas polideportivas, dos muros de contención, seis
placahuellas y un distrito sin riego, deben salir el fin de semana, con las
hermanas de un ministro y los gemelos de un viceministro que no habían montado
en el avión oficial, a hacer presencia de estado. Les esperan un cuchuco o treinta
tamales o una ternera servida con cubiertos o siente bandejas de trucha arcoíris
o, en el peor de los casos, un caldo indescifrable que la ministra de cultura
hará patrimonio inmaterial de la nación al semestre siguiente. Y regresan en el
avión, cargados de pavas y mochilas, de platos pintados y tapetes, de totumas
labradas con su nombre. Sus escoltas las cuelgan en sus casas. Y al presidente
todavía le resta pararse firme frente a los soldados disfrazados que cuidan la
puerta de su palacio. Al llegar, le cuentan que la cosa no salió bien en los
noticieros.
H. L.
Mencken, un periodista y escritor gringo que apuñaló el poder durante los
primeros cincuenta años del siglo XX, dejó claras algunas otras desgracias presidenciales:
“Si come unos maníes arman un alboroto; si en la cena se echa al buche unos
cangrejos hervidos se quejan en los diarios. Todas las mañanas le miran la
lengua, le toman el pulso y la temperatura, miden su presión arterial y le
examinan el fondo del ojo y el reflejo patelar”. No solo el menú y la historia
clínica serán portadas de prensa, también sus manías y sus gustos torcidos. Y
si el presidente busca ser solemne casi siempre resultará ridículo, y si quiere
posar de natural y cercano terminará retratado de vulgar. Y ni qué decir del presidente
que se muestre triste: sin duda será mejor que se muestre muerto.
Pero
están los viajes al exterior, la vida plena de olvidos de las desdichas de
quienes viven en ese mapa bajo esa bandera. Pero toca aguantar la lambonería de
los cónsules y las comidas galantes e insípidas de los embajadores. Y el lujo
de los hoteles que deja la memoria del whisky de malta y la curiosidad sobre cuál
era la ciudad visitada. En el aeropuerto, zona franca de cortesías, los
operarios lo miran entre risas: “¿presidente de dónde?”
Y
cuando la pesadilla parece terminar, cuando el último honor es la letra gótica
de un general, aparece la obligación de un retrato. Un pintor para coronar el
escarnio. Y queda la misma niebla en la misma ventana y un loco atravesando la
plaza principal y maldiciendo… ¿a quién más?
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