Esos venenos se preparan lentamente. Se decantan casi siempre en silencio hasta llegar a ser puros. Una gota es suficiente para cegar a un hombre. Tienen la capacidad de hacer que la mirada se concentre en un punto fijo. Espesar el odio, decretar una misión necesaria, hacer creer que la desesperación es una fuente de inspiración. Todos los enemigos del mundo en un solo objetivo. Un bebedizo del abatimiento.
Tres hombres distintos han dejado ver algo de esos venenos en los dos últimos meses. Uno causó la muerte de Shinzo Abe, ex primer ministro japonés, otro atacó con un puñal y dejo malherido al escritor Salman Rushdie, y uno más intentó disparar contra la vicepresidenta Argentina, Cristina Kirchner.
El primero se llama Tetsuya Yamagami y tiene 41 años. Hace parte de lo que los japoneses llaman la generación perdida, jóvenes herederos de todas las consecuencias de la crisis económicas de los ochenta. Pero Yamagami tenía una particularidad con otras herencias. Su padre se suicidó cuando él tenía cuatro años y luego su madre decidió dedicar buena parte del dinero de la familia a la Secta Moon, también llamada Iglesia de la Unificación, creada en los años cincuenta en Corea del Sur: “Cuando mi madre se unió a la iglesia, en la década de 1990, mi adolescencia desapareció y se despilfarraron cien millones de yens (735.000 dólares)… No es una exageración decir que mi experiencia durante ese período alteró toda mi vida”. La única opción que encontró Yamagami cuando su madre lo cambió por los sermones al contado fue su paso de tres años por las Fuerzas Marítimas de Autodefensa, donde se familiarizó con las armas. Su casa se había convertido en un armerillo con olor a pólvora y una colección de armas hechizas con tubos de acero, madera y cinta. Su arma se parece un poco a su vida.
El deslucido pantalón café y la camisa gris representan su generación y han alentado la compasión de algunos japoneses de su edad que lo ven como un colega de desgracias. Hace un mes había una página con siente mil firmantes pidiendo clemencia para Yamagami. El asesino caminó a su cita del pasado 8 de julio como quien va a un trabajo rutinario y estuvo dos horas esperando a Abe antes del comienzo de su manifestación política frente a una estación de tren, con un maletín terciado y con una paciencia muy quieta. Disparó por la espalda, a cinco metros de su víctima: “Si bien siento una gran amargura, Abe no es mi verdadero enemigo. Es tan solo un partidario influyente de la Iglesia de Unificación. Ya no tengo espacio en mi mente para pensar en el significado político o en las consecuencias que acarreará la muerte de Abe”, escribió en una carta antes de los disparos. La imagen de su víctima solo le mostraba. El partido del ex primer ministro ha tenido relaciones cercanas con la secta Moon y en 2021 Abe grabó un video elogiando el trabajo de la iglesia por la paz mundial.
El segundo se llama Hadi Matar y tiene 24 años. De padres libaneses y nacido en Nueva Jersey. Viajó en bus hasta Bufalo y luego tomo un taxi para un viaje de más de sesenta kilómetros hasta Chautauqua, donde Rushdie daría una charla sobre el papel de Estados Unidos para acoger escritores exiliados. Matar durmió a cielo abierto la noche antes del ataque, enroscado en la grama. La escena perfecta para recordar el cliché del “lobo solitario”. Hacía unos meses se había inscrito en un gimnasio de garaje. Boxeador sin ningún perfil, con dos pies izquierdos según lo describió su propio entrenador. No encajaba con nadie más allá del saludo. Trabajaba en un almacén de ropa y dejaba correr el tiempo. Luego de un viaje al Líbano en 2018 a ver a su padre llegó más ensimismado e interesado por el Islam. “Siempre parecía el día más triste de su vida, pero llegaba con ese aspecto todos los días”, dijo su entrenador de boxeo luego del ataque. Nunca leyó Los versos satánicos y sus razones para atacar a Rushdie también parecen desganadas: “No me gusta la persona. No creo que sea muy buena persona. No me gusta. No me gusta mucho. Es alguien que atacó al islam”. Hace poco había puesto a Alí Jameini, el líder supremo de Irán, en el avatar de su correo electrónico. En su primera comparecencia judicial se declaró no culpable y en su primera entrevista a la prensa declaró estar sorprendido de que Rushdie estuviera vivo. Su mamá lo sentenció luego de saber del ataque: “Hasta aquí llegué con él”.
El tercero se llama Fernando Andre Sabag Montiel y tiene 35 años, le dicen ‘El Tedi’. Los amigos lo describen como un mitómano sin nada que perder. Siempre decía que tenía armas pero ellos no le creían. Los orgullos para exhibir en redes son sus tatuajes en los brazo con alusiones nazis: un sol negro, una cruz de hierro, el martillo de Thor. Llegó muy joven a argentina desde Brasil, siempre viviendo en la marginalidad, en las aceras donde no hay miedo a decir cualquier cosa. Mario, uno de sus amigos, le dijo el fin de semana a la prensa: “La intención era matar… Lamentablemente no ensayó antes”. En su apartamento los fiscales encontraron, entre otras, una fotocopia de su DNI, un certificado de actividades esenciales con motivo de la pandemia, un certificado de discapacidad falso y una radiografía dental. Además de un hedor a inodoro y cien balas. Su novia vende algodón de azúcar en la calle. Hace poco Sabag apareció en una entrevista callejera de televisión quejándose de la falta de ayudas sociales para ella: “…tenía planes sociales, pero dejó de tenerlos, porque no da cobrar planes cuando podés trabajar”. Ella lo desmintió frente a las cámaras: “Se sale adelante trabajando, no cobrando planes. Cobrar planes sociales es fomentar la vagancia”. Retraído fue la palabra favorita de los vecinos para retratarlo.
Sus motivos, sus orígenes, sus odios parecen estar muy lejos, pero de seguro comparten una misma oscuridad.
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