El veinte de septiembre de 1998 todos los canales de noticias de los Estados Unidos adornaban sus emisiones en directo con una franja de recomendación: "Les advertimos que lo que están viendo contiene explícitos detalles sexuales y no debe ser visto por los niños". Estaban transmitiendo en vivo el interrogatorio que los fiscales especiales le hacían al presidente Bill Clinton acerca sus diez encuentros físicos con la becaria Mónica Lewinsky. En un momento, un Clinton rendido y sudoroso soltó una de sus defensas: “Ustedes están yendo muy lejos en su intento de criminalizar mi vida privada". Luego del juicio se habló de una nueva era de transparencia informativa mientras el presidente decía que había ocultado sus relaciones “inapropiadas y erróneas” para proteger su intimidad.
La idea de la necesidad de una vida edificante por parte de funcionarios elegidos popularmente ganaba adeptos y Clinton perdía el 4% del apoyo ciudadano –seis millones de votantes– luego de las más de cuatro horas de interrogatorio. El aura de dignidad de los políticos, sus retratos sobrios y sus discursos sensibles, hacen que por contraste cualquier imagen por fuera del protocolo resulte escandalosa: sea una felación en la oficina presidencial, una fiesta con algo de alcohol y movimiento, el precio de una compra suntuosa, una dieta pasada de calorías y dólares. Se trata, en parte, de una venganza ciudadana, un escarnio para el desquite. Pero también de un uso político de la pacatería y un oportunismo moral para infligir daños electorales. De modo que siempre vale la pena preguntarse si resulta útil el exagerado celo sobre la vida privada de quienes ejercen el poder público.
Uno de los más grandes escándalos políticos de los últimos años en Gran Bretaña se dio luego de la filtración por goteo de la lista de gastos de decenas de parlamentarios. En mayo de 2009, The Daily Telegraph comenzó a publicar las filtraciones que llevaron a la renuncia del vocero de la Cámara de los Comunes –por primera vez en trecientos años– y condujeron a derrotas históricas a los laboristas y los conservadores. Fue más un asunto de indignación ciudadana que de causas criminales.
No hay duda de que los políticos tienen una menor protección de su derecho a la intimidad, el derecho “a ser dejado en paz” como lo llamaron dos investigadores norteamericanos en 1890 en un artículo publicado en Harvard Law Review. Pero tal vez algunos límites sean necesarios para evitar que el linchamiento mediático o vía redes termine por imponer que solo quienes viven bajo la moral social convencional pueden ejercer poder político. La llegada sin límites a la vida doméstica puede llevar a la obligación desproporcionada de una vida domesticada. Es necesario que haya indicios claros de que la vida privada puede influir en las obligaciones públicas, es justo que se pueda indagar por las aptitudes de un funcionario dados comportamientos íntimos cuestionables, incluso, se puede exigir alguna coherencia entre el discurso público y las conductas personales.
El debate ha regresado luego de que la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, fuera sometida a un linchamiento por la oposición luego de que se conociera el video de una fiesta bien movida en casa de unos amigos. La alegría es un impedimento público para algunos puritanos. La primera ministra decidió someterse a un test de drogas para despejar dudas y preguntas solapadas. Según algunos la canción que bailaba hacía una alusión velada a la cocaína. La relación tóxica de la sociedad civil con los políticos no llevará a un mejor gobierno sino a un peor debate, a la manipulación ciudadana y a unos dirigentes cada vez más turbios.
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