La palabra del rey es ley, dice el Eclesiastés, y los políticos recién elegidos entonan ese canto desde sus tronos, sean estos mayores en los balcones o menores en las sillas de las oficinas de la burocracia. Algo los convence de que su voz resuena incomparable después recibir la majestad del mando, se oyen más fuertes y más claros, el eco de los aduladores los invita a perorar y el ring de las redes sociales les promete el nocaut a sus opositores.
La verdad, tienen una justificación creíble. Luego del ejercicio de campaña todavía queda cuerda de discursos y deben gastar las palabras que les restan. De modo que una vez instalados se dedican a la teoría, y construyen lo que ellos mismos llaman relatos o narrativas, y repelen supuestas conjuras en su contra, y llueven sobre mojado, y por momentos creen saltar a la literatura. Gustavo Petro y Daniel Quintero son una muestra clara de lo que se podría llamar el gobierno como discurso. López Obrador es el mejor exponente internacional del gobernante parlante. Sus audiciones duran horas, está seguro que pueden vencer a sus adversarios con el arma implacable del tedio. En su momento Hugo Chávez hizo lo suyo con un show de variedades en televisión. Álvaro Uribe también dedicaba una buena parte de la jornada a la autoayuda comunitaria.
En política es más importante sonar que hacer. Las redes han servido para la deliberación pública, han nutrido el debate, y también le han mostrado a los políticos que los tropeles son una fuente inigualable de atención y poder. Donald Trump es el maestro de la lucha libre, lo suyo es el espectáculo de los golpes fingidos y las mentiras más ramplonas. Ha entendido como ninguno que la política de hoy es sobretodo un combate de declaraciones, que los adeptos se consiguen más en el púlpito de las redes que en la oficina. El trabajo es accesorio.
En medio de esa necesidad de adoctrinar y armar un bando incondicional, me ha sorprendido lo que hace Claudia López desde el Palacio Liévano. Aunque la alcaldesa muy posiblemente será candidata en la próxima elección presidencial, ha estado lejos de la tentación de armar sectas a punta de proclamas y señalamientos. Uno puede discutir sus logros y Bogotá siempre entrega a los alcaldes maltrechos frente a la opinión. Pero desde la distancia siento que Claudia López se ha dedicado más al trabajo que a los asaltos de opinión y a la construcción de una historia personal e ideológica para una futura campaña. Ni cuando Petro volvió con el entierro del Metro, Claudia López aceptó el reto de casar un combate entre los elevados y los subterráneos, dejó claro su desacuerdo con firmeza y respeto y pasó a otros temas. Más pensando en los planos y el contrato que en la discusión para la galería.
Tal vez deberíamos usar una nueva manera de medir a los gobernantes. Quienes generan más titulares de prensa deben causar desconfianza y ser conminados a un pequeño reto de silencio. Es normal que los alborotos de declaraciones, las lluvias de ideas y los arrebatos de acusaciones sean inversamente proporcionales a las tareas hechas y la aplicación del manual de funciones. Por supuesto que el ejercicio del poder requiere del discurso, de la deliberación y hasta del enfrentamiento, y que los políticos venden ideas y humo, esa es una de sus tareas, pero la dedicación exclusiva a la carreta, la tentación del influencer, está logrando que los gobernantes se olviden que de vez en cuando es necesario bajarse del atril y sentarse en el escritorio.
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