El presidente ha decidido abandonar su gobierno. Se ha parado del sillón presidencial para pasarse a la calle y a la silla Rimax en los pequeños coliseos deportivos. Pero no se trata solo de un cambio de escenario, significa una ruptura con su gabinete, su plan de gobierno, la gestión de una administración que parece ajena a la voluntad de su líder. Las cosas malas suceden en las oficinas, pero la voluntad del presidente es inquebrantable frente a la maraña legalista, el software traicionero, el enemigo interno y los funcionarios corruptos que han infiltrado el gobierno del cambio. Desde octubre del 2022 la idea viene madurando: “el enemigo interno es el acumulado de normas y pasos hechos en la administración nacional durante décadas para defender intereses particulares poderosos e impedir los cambios en favor de la gente.” No es el presente de ineficacia y escándalos, es la historia de un Estado atrofiado que es necesario cambiar. En noviembre del 2023 apareció el elefante: “El Estado es un paquidermo, es más grande el paquidermo en unos lugares que en otros, que hay que llevar hasta donde la sociedad ha establecido sus objetivos. Cuando el Estado no llega donde la sociedad ha puesto sus objetivos, implica la necesidad no de una reforma de la sociedad, sino de una reforma del Estado.” Y hace unos meses vino la forma contra el fondo, la denuncia a la Constitución como un marco incómodo que no deja aplicar la Constitución. Paradoja que desvela a ministros y congresistas del Pacto.
Ahora, durante en el “Gobierno con los barrios populares”, hemos visto la faceta del presidente censor de su propio gobierno, el jefe que fustiga y atiza a sus empleados al tiempo que abraza y le extiende bonificaciones a su clientela. La puesta en escena es bien conocida, la usó el expresidente Uribe durante ocho años de gobierno. Una columna titulada El rey y su gobierno, publicada en 2010 por Armando Montenegro en El Espectador, describe perfectamente el presidente que vemos hoy: “Con frecuencia se pone del lado de sus gobernados, se aleja y critica su propio gobierno. Acepta las quejas, regaña y desautoriza a sus ministros y funcionarios. Mantiene la imagen de un soberano justiciero que está en contra del mal gobierno y alienta la esperanza de que las cosas bajo su mando pueden, algún día, cambiar”. La principal modificación en el estilo es la gorra de hoy en vez del sombrero de ayer.
Uribe madrugaba a transmitir el regaño a los generales, vaciaba a los ministros frente a las cámaras de televisión, ordenaba la captura de los funcionarios corruptos, entregaba su teléfono a los líderes comunitarios para que lo llamaran a contarles sus cuitas con ese Estado perezoso. Petro sigue un modelo similar de antagonista de su gobierno aunque sin las madrugadas de aquellos tiempos. Encarnan los líderes que están por encima de sus equipos y llegaron para hacer historia, los hombres providenciales en la voluntad, los padres protectores de los humildes. Un populismo sin palacio, como toca, lejos de las burocracias corruptas. También Uribe acusaba a los medios tradicionales para privilegiar emisoras comunitarias y locales, y clamaba contra los círculos sociales bogotanos donde se ponía en cuestión al gobierno mientras se tomaba Whisky. Y por supuesto, Uribe también entregaba recursos según la afinidad de los alcaldes con su gobierno.
Ese parentesco Uribe-Petro también recuerda el Estado de opinión y el “iré hasta donde el pueblo diga”. Veremos si Petro, como Uribe en su momento, logra convencer a las mayorías de que se gobierna mal, pero se tienen unas intenciones puras y se debe juzgar la voluntad del caudillo más que mirar los indicadores.
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