Hace un mes muchos medios recogieron con algo de sorna la noticia sobre la captura de un gringo de 73 años en el municipio de Sabaneta. No se trataba de un caso de abuso infantil como los registrados en Medellín durante los primeros meses de este año. El gringo era el simple guía turístico de su emprendimiento de jardinería. Tenía un pequeño cultivo de marihuana y ofrecía un tour para conocer sobre la siembra, el cuidado y la cosecha de las plantas, para terminar con una cata relajante. La policía encontró un poco más de 1300 gramos de marihuana y una gramera. El recorrido se ofrecía en redes sociales y una página oficial por la módica suma de 30 dólares. Todo a la luz del día, sin misterios antinarcóticos. La policía informó que el emprendedor también ofrecía flores de su cosecha para la venta.
La noticia me hizo recordar una vieja historia de jardines prohibidos que cuenta con detalle el escritor y activista neoyorquino Michael Pollan en su reciente libro Tu mente bajo los efectos de las plantas. La historia ocurre a mediados de los noventa en Seattle. Un comando antinarcóticos allana el apartamento de un hombre llamado Jim Hogshire. Una denuncia anónima (como la de Sabaneta) dice que tras la puerta del apartamento inofensivo hay un laboratorio para fabricar heroína. Los policías encuentran 10 ramos de amapolas secas envueltos en papel celofán, comprados en floristerías cercanas. Hogshire es acusado de posesión de amapola con la intención fabricar y distribuir. Un delito que le podía poner hasta 10 años en la cárcel. Los policías le reprocharon, además, haber publicado su libro Opium for the masses. Una especie de manual sobre la siembra de las amapolas y la posibilidad de hacer infusiones con los bulbos de la Papaver somniferum. Los efectos de una tacita de ese polvo salido de los bulbos triturados en una moledora de café parecen inofensivos: “Comienza con una sensación de cosquilleo en el estómago que luego se eleva hacia los hombros y la cabeza, una sensación de simplemente…alegría. Eres optimista acerca de las cosas; enérgico y al mismo tiempo relajado.” Esa misma infusión, según Pollan, se ofrece en los funerales en Oriente Próximo por su poder para alejar la tristeza.
Pero la ley era muy clara, la sola posesión de amapola, excepto sus semillas, es un delito federal en Estados Unidos. Las venden las floristerías y están en los panes tibios de algunas panaderías, pero eso de meterlas en agua caliente y tomarse esa bebida marcaba una alerta. Ver y no tomar. Era el momento de vigilar los jardines. De modo que “las plantas de amapola ilegales producen semillas de amapola legales de las que crecen plantas de amapola ilegales”.
Las paradojas siniestras de la guerra contra las drogas hicieron que en ese mismo año (1996), la empresa Purdue Pharma comenzara su estrategia para vender un remedio milagroso contra el dolor llamado OxyContin. Esa pastilla provocó más de 230.000 muertes por sobredosis e impulso la epidemia actual por consumo de opioides en Estados Unidos. La diferencia entre las floristerías y los laboratorios. Una diferencia similar a la del gringo jubilado que cultiva cannabis en su jardín, menos de 20 plantas; y las mafias que mueven el microtráfico y controlan desde el Cauca, a punta de fusil, el 70% de la oferta cannabica nacional. La guerra contra las drogas ha logrado que la clasificación entre lo legal y lo ilegal sea trágica y ridícula al mismo tiempo. Sus distorsiones muestran una veneración sobre las farmacias y un temor desmesurado por los usos de algunas plantas.
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