Colombia hace parte de la mayoría de países de América Latina que reformaron su constitución en los años noventa. Las sociedades, los políticos, los retos democráticos, la voz de las minorías, los anhelos de derechos, los poderes reales… Todo había sufrido cambios que las antiguas cartas constitucionales, más pegadas al siglo XIX que al XX, desconocían por completo. Las constituciones andaban de levita y sotana mientras la realidad se había desabotonado y sacudido el polvo del museo institucional. Brasil, en 1988, fue el primero en mudar, y luego vinieron en seguidilla Colombia, Costa Rica, Paraguay, México, Argentina, Perú, y un poco más tarde, Venezuela y Bolivia. Fueron mudas totales, o parciales pero muy significativas.
Las nuevas constituciones aprobadas tienen todas visos que podríamos llamar progresistas. Capítulos amplios de derechos sociales y mecanismos jurídicos (tutela o amparos) para reclamarlos, reconocimiento de sociedades plurales y reivindicación de minorías excluidas, instituciones de democracia participativa (referendo, plebiscito, consulta popular, revocatoria del mandato), separación radical Iglesia-Estado, reconocimiento de tratados internacionales de Derechos Humanos, entidades dedicadas al control al ejecutivo y la defensa ciudadana (defensoría del pueblo, procuraduría, contraloría). Todas buscaban ampliar la democracia y los derechos, posibilitar la interacción de los ciudadanos con el Estado y limitar los autoritarismos.
Desde hace unos meses el presidente Petro, de manera errática y confusa, ha llamado a la posibilidad de convocar un asamblea constituyente. Lo dice un día y lo niega el siguiente, como soltando y recogiendo la pita a esa cometa de su imaginación y sus embelecos. Tiene la primera línea de asesores que empujan y la cortina de los ministros que atajan. Petro, por su parte, se escuda en conceptos que solo para él parecen claros: el pueblo en modo constituyente, convocar al pueblo para que decida, que el pueblo se apersone de la democracia. Dice que habla del fondo y no de las formas, y ni el uno ni la otra quedan claros. Lo más extraño es que pide un cambio constitucional para poder aplicar la constitución.
Lo que de verdad queda claro es que el presidente desprecia algunos de los aspectos claves de la Constitución del 91 que sus compañeros del eme ayudaron a redactar y aprobar. Ha hablado contra la Corte Constitucional que ha sido quizá la mayor intérprete e impulsora de los derechos sociales, económicos y culturales. Tampoco le gusta el poder independiente del Banco de la República y mucho menos el de las instancias técnicas (comisiones de regulación) creadas por la Constitución. Llegó a insinuar que el Fiscal General era su subalterno. Ha tratado al Congreso de mafioso y descalificado a la procuraduría como instancia independiente de control. Ha desacreditado la autoridad electoral que certificó su triunfo y el de su movimiento. Ha desconocido las posibilidades de transformación que se podrían lograr desde el ejecutivo.
Hay sin duda una contradicción entre quien se presenta como protagonista de la profundización de la democracia, y quien pretende más poder para sus anhelos transformadores. Al parecer, el presidente del cambio quiere regresar al presidencialismo extremo. Cuando dice el poder emana del pueblo buscar ser investido de mayores poderes. La constitución le parece ineficaz para sus ideas de transformación y estrecha para su voluntad. En algún sentido añora la constitución de 1886 que señala como ejemplo antidemocrático. La gran frustración del presidente viene de su incapacidad de transformar la realidad y su imposibilidad para cambiar las reglas.
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