De nuevo una saga criminal ha puesto al país a aventurar teorías sobre el control mafioso en algunas regiones. Los clanes son parte de nuestros mitos en la violencia y la política. El entierro de un capo caído entre rancheras y botellas un primero de enero -se agradece algo de color local- logró despertar la curiosidad sobre un apelativo que hacía parte de la rutina judicial: Los Urabeños son ahora un interrogante que vale la pena responder con más perspectiva que la simple pugnacidad política que genera la ley de justicia y paz.
Se ha regado tinta buscando descifrar por qué Urabá fue uno de los principales fortines políticos de las Farc, a qué se debe que la casa Castaño haya expandido su reino bajo la sombra de los platanales de la región y cómo se explica que un Don corriente de Necoclí se convirtiera en Patrón con influencia en más de 100 municipios. El Atrato como camino expedito e inexpugnable será siempre una respuesta apropiada. Pero para entender el país de Don Mario, El Alemán y los hermanos Usuga, entre tantos otros, conviene mirar algunas otras historias de esa esquina rica en dones y tragedias según un lugar común que la acompaña desde el siglo XVI.
La codicia ha señalado esa esquina desde que los mapas de la colonia la nombraban como Culata D´Urava. Hasta los escoceses se aventuraron a esos fangales con la idea de poblar la región y fundar un reino imposible, Nueva Caledonia. Muy pronto los españoles y el “morongoy, el mosquito más sañudo y sanguinario”, los hicieron retroceder. Pero dejémosle esa anécdota a Spilberg y vámonos acercando a Urabá como un mortero que mezcló pueblos y vicios varios. Jairo Osorio, investigador sobre papeles y peleas en Urabá, habla de pueblos itinerantes, desplazados y pobladores que se arriesgaron y se quedaron en la zona. Y su lista es reveladora: “Perseguidos de la época de la violencia bipartidista liberal-conservadora, contrabandistas de todo género, excluidos sociales (pobres, prostitutas, negros, chilapos25, desempleados), contradictores de la vida ciudadana (hippies, existencialistas, artistas, profesionales urgidos de cambio personal), campesinos del centro del país, negociantes en ciernes, jubilados, asesinos, narcotraficantes..., alimentan el cuadro general del Urabá del s. XX.” Tomás González y Mario Escobar han contado las vidas de algunos de esos aventureros. Deben intuir que muchas tienden a la tragedia.
Fray Pablo del Santísimo Sacramento describe a Urabá imitando a Cervantes en el tono y la montura. El misionero carmelita recorrió desde Frontino hasta las selvas del Atrato. Han pasado 80 años desde que Maite, su cabalgadura, arrastraba los estribos sobre el pantano intentado llegar a Chigorodó. La codicia sobre “la tierra, el dinero y las almas” ha sido clave para que llegara compañía a los “Katios y Caribe-Cunas”. Fray Pablo dice que una finca de curas sirvió para que Turbo cambiara su ubicación y muestra que cada pueblo tenía su patrón. Nada ha cambiado. El gobernador visitaba los resguardos misioneros, recibía y daba bendición y regresaba. Urabá era para satanás o para Dios. Y pasaban cosas como las de hoy. “Peleas mano a mano o tres contra tres y más contra más. Manos y brazos cortados. Tajos en piernas y pechos, y a veces, solo a veces, tal cual cabeza rodando por el suelo hasta que la recogen en un poncho y la llevan a la alcaldía… ¿Para qué he consignado las líneas anteriores? No lo sé. Hagamos punto final. Tampoco voy a contarlo todo.”
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