En ocasiones uno logra entender a los fanáticos y renegados del Tea Party en su lucha contra el Estado. Alguna
razón tienen cuando intentan quitarle poderes a ese engendro de secretarías,
vicealcaldías, superintendencias e inspecciones que va firmando órdenes y
castigos mientras bosteza. Hay momentos en los que uno se pregunta a qué bendita
hora les entregamos el poder a los funcionarios sobre los asuntos nimios, las decisiones
de puertas para adentro, los caprichos más sencillos y entrañables. Porque un
señor con una planilla y un chaleco puede ser el peor de los déspotas, el más
insignificante y cargoso.
En Medellín los bares y restaurantes han sufrido por años lo que Luis
Tejada llamó la “tiranía de la higiene”. Cada tanto aparece una cuadrilla de
ocho funcionarios recién bañados según el gusto de la Secretaría de Salud.
Prenden las luces y apagan la música como si se tratara de un allanamiento. Sacan
sus linternas y esculcan los rincones, levantan a los comensales en busca del
polvo bajo las mesas, van al lavaplatos a olisquear las copas recién vaciadas y
llegan hasta los baños con tapabocas y aire de científicos. Su patetismo
debería producir risa, pero acompañado de su arbitrariedad solo produce rabia. Tienen
el poder de un lápiz y un acta, y les gusta imponer su lógica como hacen las
tías odiosas en sus dominios. Tejada escribió hace noventa años contra ese afán
civilizador que pretendía quitarnos “nuestra mugre, lo único que da color,
sabor y espíritu a la ciudad”; y señaló los peligros del estropajo y la
pulcritud en manos de quienes intentaban convertir el mundo en “una aburridora
máquina de matar microbios”. Tejada sería incapaz de vivir en este tiempo de
ambientadores y jabones antibacteriales.
Lo triste del caso es que uno no imagina cómo logra llega la cuadrilla de
matamoscas hasta los locales dignos de
inspección. Hace poco su ronda pesticida se dedicó al centro de la ciudad. Afuera
de los bares y restaurantes crece la mugre y el desorden. Hace unos días vi una
hermosa escena donde un enjambre de cucarachas atacaba un costal de naranjas
tirado en el sardinel de una avenida principal. Los indigentes, acuciosos, cubren
con algo de basura los huecos que dejan al robar las tapas de los contadores. Es
imposible negar el aire percudido del centro luego de dejar el piso de espejo
del Metro. Imagino que los especialistas de la asepsia no son sometidos a la dura
prueba de las calles, no la soportarían. Y sin embargo de puertas para adentro
se muestran inflexibles, el Estado es incapaz de cumplir sus funciones en el
espacio público pero envía sus inspectores implacables a la hora de evaluar los
dominios ajenos. De modo que los comerciantes deben lidiar con las extorsiones
privadas y las imposiciones oficiales.
Las inspecciones y las actas han llegado a extremos ridículos. Poco a
poco los inodoros visitantes se están convirtiendo en decoradores de interiores.
No les gusta el ladrillo expuesto -deberían mandar a revocar la Catedral donde
se ofrece el cuerpo de Cristo-, les molesta el techo de caña brava y no
soportan la barra del bar en madera de nogal. Si les damos confianza seguirán
con el tamaño de los espejos o el afiche libidinoso en la bodega. El Estado
casi siempre es un purgante, pero es mucho más difícil tragárselo cuando sabemos
que su amargo es inútil.
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