El gobierno ha llevado tan lejos la estrategia del sigilo en La Habana
que la opinión ha comenzado a pensar que se trata de una farsa en el Caribe
amenizada con plomo en Colombia. Según las últimas encuestas más del 65% de los
colombianos cree que las negociaciones terminarán mal. De nuevo se trata a la
paz como un logo de campaña, una promesa definida bajo la palabra de siempre:
incertidumbre.
Pero hace unos días aparecieron pistas oportunas en medio del debate que
pretenden monopolizar Uribe y Ordóñez. Se trató de una conferencia en Harvard,
como corresponde al estilo Santos. Sergio Jaramillo, el más silencioso de los
delegados del gobierno, dejó caer cuatro o cinco ideas que pueden sacar la
discusión del código penal, nuestro nuevo libro fundamental. Jaramillo habló de
una paz territorial, con incentivos y reglas especiales en las zonas donde el
conflicto ha sido más intenso. Hizo énfasis, por supuesto, en inversiones y
esfuerzos en el campo: clarificar y proteger los derechos de propiedad de la
tierra, movilizar a la gente en las regiones alrededor de la paz por medio de “planeación
participativa”, convocar a estudiantes y profesores universitarios para tender
puentes “entre el mundo urbano y el mundo rural”. El gobierno piensa en la
guerrilla como un actor clave en esas comunidades, y subraya uno de los acuerdos
del segundo punto que crea las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz.
Leyendo la conferencia de Jaramillo uno puede entender las confluencias de
gobierno y guerrilla, las intersecciones sobre el papel; pero también puede
imaginar cómo funcionará eso en la realidad, en el Catatumbo y el Caquetá, en Puerto
Guzmán y Anorí, en Nariño y Cauca.
Hace un año un informe del ejército señaló que el 86% de los municipios
colombianos están libres de los rigores de la violencia de las Farc. De modo
que se puede pensar que el acuerdo será una especie de estatuto de excepción
para las 12 zonas donde el Estado identifica una mayor presencia guerrillera.
El gobierno piensa en una movilización nacional para idear un proceso que comenzaría
con la firma del acuerdo, pero en este momento los llamados “formularios
ciudadanos por la paz” son uno papeles abandonados en las alcaldías. Luego de
un año se han presentado algo menos de 20.000 propuestas y comentarios. La idea
de meterle plata al cuento, vía presupuestos participativos, puede ser válida.
Pero se ha demostrado que alborota el sectarismo y el apetito de los armados.
En Medellín los pillos meten baza a la hora de elegir proyectos. Qué pasará,
por ejemplo, en el Caquetá donde ganó el Centro Democrático y las Farc se
pretenden dueños. Las discusiones por la plata no serán consejos muy
comunitarios. El gobierno habla de convertir en protagonistas a las comunidades
y declara agotado el esquema centralista en “el que unos funcionarios aterrizan
como unos marcianos entre las comunidades”. Pero hoy en día pelea por la forma
como se entrega la plata de las regalías desde los OCAD liderados por
Planeación Nacional. Y su consejero de seguridad recorre las regiones como una
especie de embajador, vestido de blanco en Cartagena y Buenaventura. Sobre
restitución y legalización de la tierra hay que decir que la herramienta está
reglamentada hace más de dos años y avanza al paso de nuestros juzgados
ordinarios, y es seguro que la presencia de las Farc traerá nuevos nudos sobre
las escrituras hechas y por hacer.
Lo último que pide Sergio Jaramillo es un consenso nacional, pero ya lo
dijo Humberto de la Calle hace un año: es más difícil el clima político para
buscar acuerdos entre la dirigencia legal, que la posibilidad de llegar a arreglos
con las Farc. Ahora entiendo porque el gobierno prefiere guardar silencio y
esperanzas.
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