Según el último estudio de cultivos ilícitos liderado por la UNODC y el
gobierno, un poco menos de 62.000 familias trabajan en los sembrados de coca en
Colombia. Los precios de compra de la hoja fresca se imponen por parte de los
encargados de las cocinas y el tráfico. Cada vez menos cocaleros se dedican a
transformar la hoja en pasta base, el 63 por ciento simplemente amontona su
producción y la vende a un intermediario. Hace solo nueve años el 65 por ciento
de los cultivadores participaba al menos en el primer proceso de
transformación. Han pasado de la agroindustria al agro. Los cambios en ese
negocio muchas veces son súbitos e impredecibles, como las lanchas rápidas y
los submarinos de fibra de vidrio. Se estima que la producción en finca de la
hoja de coca en Colombia deja cada año 355 mil millones de pesos en manos de
los pequeños cultivadores. Solo diez municipios concentran el 41 por ciento de
los cultivos de coca y de las ganancias precarias y sangrientas del negocio.
Tumaco, Puerto Asis, Tibú, Miraflores, Barbacoas concentran también buena parte
de la violencia que dejan los primeros brotes del arbusto y la plaga.
El acuerdo entre el gobierno y las Farc sobre cultivos ilícitos tiene
veinticuatro páginas y deja espacios para el optimismo sobre posibles cambios
en la dinámica de la guerra del narcotráfico en el campo colombiano. Por
supuesto que el escepticismo es obligatorio cuando se habla de limitar una industria
que vende el kilo de coca a 2.500 dólares en la selva colombiana y a 25.000
dólares en las bodegas de Miami. Pero es innegable que las Farc saben del tema,
tienen base entre los campesinos cultivadores y piensan en las zonas cocaleras
como su principal enclave político luego de un acuerdo. Y hasta dicen
comprometerse a “poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión,
se hubiese presentado con este fenómeno (el narcotráfico)”.
El acuerdo trae nombres pomposos como corresponde a una mesa donde todo
el día se habla de hacer historia. Se propone la creación del Plan Nacional
Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Nada muy distinto de
los planes de consolidación que ha implementado el gobierno y que en La
Macarena tuvo un relativo éxito en los últimos años. Los grandes cambios serían
la aplicación de la erradicación solo con la voluntad de los cultivadores y la
búsqueda de leyes para que durante dos años, luego del compromiso de
erradicación, no haya acciones penales contra los campesinos que tuvieron o
tengan coca en sus parcelas. También se establecen asambleas comunitarias con
decisión en los planes de inversión y un auxilio inmediato de alimentación para
las familias que dejen de sembrar coca. Se trata en últimas de esfuerzos del
Estado con la ayuda y el compromiso, y no con el asalto y el saboteo, de
quienes controlan y protegen una buena parte del primer tramo del negocio de la
coca.
En Nariño, Norte de Santander y Putumayo se siembra el 56 por ciento de
la hoja en Colombia, y la tendencia apunta cada vez más hacia la concentración
de los cultivos: casi la mitad de los arbustos monitoreados en 2013 llevan diez
años en los mismos sitios. Los satélites no mienten. Eso hace posible el
énfasis del Estado en zonas claves con influencia de las Farc. Pero no hay duda
de que las Bacrim y las nacientes Farcrim buscarán nuevos enclaves y combatirán
los ejercicios de concertación. Parece fácil una solución para 62.000 familias
en cerca de cincuenta municipios, pero veremos de nuevo la mezcla de política y
guerra mafiosa. Siempre habrá fusiles, raspachines, cocineros y traficantes.
Esperemos que sean menos.
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