Un mapa sin las
suficientes arrugas de las cordilleras, con los hilos inciertos de los ríos y
el espacio blanco que hace sufrir a los cartógrafos y soñar a los viajeros,
llevó a Graham Greene hasta los bosques de Liberia en 1935. Monrovia era solo
un asentamiento de esclavos de Norte América liberados y enviados hasta la
Costa de la Pimienta en África Occidental. La enseña de la república era digna
del mármol pero no servía para espantar a los moscos ni a las ratas nativas: “Nos
trajo aquí el amor a la libertad”.
La Firestone y su
campamento cauchero, las discordias políticas entre dos partidos que compartían
las palabras “liberal” y “auténtico”, dos bares con tres docenas de blancos y
ansias británicas, dos médicos y un torneo de tiro en las tardes del sábado definían
a la capital. Greene decidió entonces abandonar el tedio de Monrovia. Iba en
busca de El corazón de las tinieblas,
de la sonora pesadilla que retumbaba en su cabeza cada vez que oía la palabra
África: “…se amontonan y bloquean la salida a la plena conciencia una multitud
de palabras e imágenes, brujas y muerte, desventura…” El ébola ha vuelto a
traer esa idea de terror desde el continente africano. Ya no son las selvas
malsanas sino los centros de salud apedreados; ya no son los aborígenes de lanza
sino los vendedores callejeros de “carne de arbusto” en las calles.
Viaje
sin mapas es el
resultado de la caminata de quinientos kilómetros para atravesar el país. El
atlas de Liberia estaba formado por el mapa británico que confesaba su propia
ignorancia y se limitaba a dejar unos pocos nombres sobre la costa. Y las
líneas trazadas por el ministerio de guerra de los Estados Unidos que mostraba
su vigorosa imaginación: “bosque denso”, decía en los espacios desconocido, “caníbales”,
advertía en los límites de la civilización cercana a la Costa. Los consejos
fueron suficientes para empujar a Greene hasta la alegría que le producía “cruzar
la frontera y entrar en un país realmente extraño”. La geografía era un
misterio pero la bibliografía de epidemias era copiosa. Los libros oficiales de
notificaciones a los viajeros hablaban de lepra, frambesía, malaria, disentería,
viruela y fiebre amarilla entre una larga lista de males posibles. El whisky y
la ginebra eran los únicos remedios: “…raras veces se le permitía a uno escapar
al tema de la fiebre. Podías empezar la conversación con religión, política,
libros; siempre acababa con la malaria, peste, fiebre amarilla”.
El viajero termina por
encontrar, entre las fiebres obligadas, al “buen salvaje” en las aldeas de Liberia.
Los aborígenes son amables y practican el amor sin los ornamentos de la
civilización. Para ellos el amor es “un brazo echado al cuello; la riqueza, un
montoncito de nueces de palma; la vejez, llagas y lepra; la religión unas cuantas
piedras en el centro de la aldea donde yacían los jefes muertos”. Los encuentra
sonrientes, amables y felices, así velen su whisky con insistencia. En cambio, en
la costa solo encontrará una embarcación con ciento cincuenta políticos
borrachos a bordo, camino a una convención partidista, con sus voces nasales,
sus corbatas y sus intrigas.
No sabemos qué tanto queda
de la Liberia que vio Grenne hace ochenta años. Los bares que visitaban antes
los empleados de la Firestone son ahora para los enviados de Naciones Unidas.
Pero es claro que África sigue representando un poco del teatro cómico y
trágico del que habla Greene en su libro. Una escena cómica por la imitación y
trágica por el escenario a la espalda de los comisarios y los prefectos.
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