martes, 20 de enero de 2015

Cuitas del vecindario

Capa



Edición de hoy





En política el pesimismo se entiende como una señal de inteligencia. El recelo es una obligación para los comentaristas de cafetería y los expertos. Para muchos las teorías más negras son las más suculentas. Imaginar la maldad ajena, magnificar los fracasos, pronosticar el abismo es un deber que cosecha aplausos. En Colombia nos hemos acostumbrado, por provincianismo y por saña, a subrayar nuestra decadencia y declarar nuestras miserias como únicas e irrepetibles. Una especie de orgullo torcido nos obliga a inventar que somos excepcionales en violencia y corrupción. En muchos casos la inercia de la autocrítica ha terminado por ocultar que somos un país promedio con un Estado muchas veces mediocre y una minoría dispuesta a lograr sus metas usando las armas. Nada muy raro en el continente en que vivimos.
Pero un simple recuento de prensa de los últimos meses me lleva a pensar, bajo la seguridad de que seré señalado de ingenuo cuando no de tonto o vendido, que nuestras primeras páginas lucen mejores que las de algunos de nuestros vecinos. El año pasado Colombia tuvo la menor tasa de homicidios en 29 años. En Medellín, por ejemplo, se presentaron menos del 20% de los asesinatos que ocurrieron en 1995. Pero esas cifras resultan un espejismo, o una cortina de humo como dicen los vendedores de humo, y lo importante es que en Bogotá los homicidios crecieron el 6% y las puertas de Transmilenio están dañadas. La misma Bogotá que tiene un índice de homicidios por cada 100 mil habitantes muy por debajo de la media latinoamericana.
En el comienzo de año nos hemos ocupados de toros y caballos descuartizados, de las niñas en tanguita, del verano por venir y los enconos políticos de siempre. Que hemos tenido el mes con la menor actividad en el conflicto armado (según datos del Cerac) desde mediados de los ochenta es solo una nota al pie en medio del odio político. A falta de combates tuvimos la tristeza de un motociclista muerto en un retén militar. Y de nuevo la discordia de las grandes palabras.
Mirar los titulares de Venezuela es poner un rasero muy fácil. La venta de leche con el ejército en las puertas de los mercados, los carros con gasolina gratis pero sin batería, la pugna de dos herederos taciturnos y la epidemia de violencia permite pensar que esta vez la válvula de escape de las elecciones puede no ser suficiente. En Brasil encontramos las sombras de una crisis energética. Los apagones en las grandes capitales comienzan a repetirse y la oposición ya habla de racionamientos similares a los que se presentaron en 2001. En Sao Paulo escasea el agua desde hace meses y hablan de resaca post mundial. Mientras tanto los escándalos de corrupción en Petrobras sacuden una industria ya revolcada por los precios. México lleva tres meses aterrado con una realidad que mostró su peor nivel de ferocidad y complicidad oficial con el crimen. Algo similar a lo que vivió Colombia luego de que se descubrieran las ejecuciones extrajudiciales a manos del ejército. Argentina acaba de entrar en un periodo de acusaciones homicidas cruzadas entre facciones políticas. Queda la desconfianza ciudadana y las preguntas sin respuesta sobre el peor atentado de la historia del país. Y una hipótesis que tiñe de rojo a la Casa Rosada.
Dirán que las comparaciones son odiosas, pero de vez en cuando vale la pena soltar el espejo y darle descanso a la repugnancia propia.