En el primer momento la discusión fue sobre el choque entre dos visiones
del mundo. Civilizaciones que se topan en torno a sus antiguas fronteras y
batallas. Se habló de los ideales republicanos enfrentados al fanatismo
religioso, los payasos insolentes amparados en la constitución y los mártires
erigidos bajo una lectura histérica del Corán. Se compararon las religiones y
los cielos ofrecidos, los dioses domesticados y los que supuestamente todavía
le piden algo de furia a la fe. Poco a poco se comenzó a hablar de las
realidades en la tierra. Los guetos en la periferia parisina, la frustración de
los jóvenes crecidos en el aislamiento y la pobreza. Se mencionó el orfanato en
Correze donde fueron a parar los hermanos kouachi luego del suicidio de su
madre. Una causa sublime enfrentada al desapego y el odio de quienes han
probado el purgatorio en la tierra.
Pero las razones pueden ser más sencillas y más inexplicables. La lectura
de algunas entrevistas del escritor japonés Haruki Murakami a víctimas y
victimarios del atentado con gas sarín en Tokio en 1995, entrega también algunas
pistas sobre la lógica enmarañada que puede alentar a los terroristas. Sobre
los motivos personales que mueven a la gente, en Tokio, en París, en Bogotá o
en Madrid, hacia las utopías espirituales, nacionales o ideológicas y el
asesinato indiscriminado. El trabajo de Murakami, casi 600 páginas de
testimonios y reflexiones, se publicó hace unos meses en español y muestra los
secretos de una secta de hombres y mujeres privilegiados que sentían desde indiferencia
hasta desprecio por los laicos y sus costumbres mundanas.
Aum Shinrikyo es el nombre de la secta cuyos integrantes mataron a doce
personas al liberar, con la punta de sus paraguas, gas sarín en varias líneas
del metro de Tokio. Miles de personas sufrieron y sufren todavía las
consecuencias de haber inhalado esa especie de goma blanca que se regó en los
vagones. Aum era una extraña mezcla de budismo, yoga, esoterismo barato,
ciencia y drogas. Muchos de sus integrantes se hicieron monjes luego de curar
dolencias menores con sus ejercicios y sus dietas. Muchos arrastraban
frustraciones personales, inquietudes espirituales y un rechazo radical a la
sociedad de su época. En palabras de Murakami desconfiaban del “inhumano y
utilitarista rodillo del capitalismo y del sistema social bajo el cual su
esencia y sus esfuerzos –incluso su razón de ser– quedarían aplastados
infructuosamente”.
Los monjes de Aum eran en su mayoría profesionales exitosos que
renunciaron a su trabajo, a su vida social y a su familia. Uno de quienes
liberó el gas era un importante cirujano de Tokio y entre sus fichas en el
ministerio de ciencia y tecnología estaba un geólogo que logró predecir el
terremoto de Kobe. Casi todos los miembros de la secta recuerdan, incluso luego
del ataque, la placidez que encontraron en su religión, la tranquilidad que les
entregaba su profundo desprecio de la realidad. No tenían que pensar, seguir
órdenes los hacía felices. “Era un mundo a años luz del ruido y el ajetreo del
trabajo y la calle”, dice Harumi Iwakura, una de las “bellezas” de Aum.
La investigación de Murakami parece demostrar, como también lo demuestran
los Davidianos en Waco, Texas, que no se necesitan grandes civilizaciones ni
conflictos milenarios para que surjan los locos envenenados por un discurso.
Una cartilla o un libro sagrado pueden entregar la misma alienación. Tampoco se
necesita discriminación ni pobreza. Basta la cabeza de los humanos, su poder
para tomar un hilo y darle vueltas hasta estrangular la razón.
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