Hace unos días la muerte de un toro en las corralejas de Turbaco desató
una indignación tal que puso en peligro a los carniceros de profesión y llevó a
algunos periodistas a hablar de asesinato en la plaza. Desde la altura de las
cordilleras se gritó contra los “bárbaros” y los “corronchos” de las costas y
las sabanas bajas. Ahora se propone una ley para prohibir las corralejas y de
paso civilizar a esos locos en las ciudades ardientes. La cultura no puede ser
una confusión de sangre, alcohol y machismo patronal sobre unas tribunas de
tabla, dicen los cultivados desde la ciudad amurallada o las puertas de
inmigración en los aeropuertos.
En la carretera de Medellín a la Costa Atlántica me topé con varias de
esos armazones donde se realizan las corralejas. La simple maraña de tablas y
palos que conforman esos cosos endebles supone una tradición cultural. Esa
arquitectura efímera, hecha para la fiesta y el desfogue, esa cazoleta itinerante
que se levanta con barras y martillos me hizo pensar en las familias de
expertos que deben sostener las “construcciones”. En las orillas de esas plazas
es fácil ver que la fiesta va más allá del ruedo y que los pueblos de algún
modo cambian de plaza principal durante unos días. Las corralejas son sin duda
un espectáculo sangriento y difícil de digerir para quienes hemos crecido lejos
de sus alborotos. Es posible, incluso, que en algunos pueblos hayan entrado en
decadencia y que se note el aumento de las voces locales en su contra.
Lo que extraña es que la muerte de un toro, con la carga de brutalidad
innegable en el caso de Turbaco, escandalice más que la muerte de un hombre.
Porque la cultura de las corralejas incluyen la sangre del toro y la sangre de
los espontáneos que van al ruedo. Muchas veces los más grandes arraigos
culturales tienen que ver con la escenificación de la muerte. Hace unos meses
el fotógrafo Stephen Ferry presentó una serie de su trabajo en corralejas en
distintos pueblos de Colombia. Además de sus fotos trajo un testimonio
lapidario: “Es que esa es la diversión que encuentra la gente de la Costa: si
no hay un muerto no hay corraleja…Lo demás a la gente no le vale nada”. Los
muertos de cada año en las corralejas son parte de la tradición, pero el toro “asesinado”
rebosó la copa de tolerancia cultural para muchos. Los más histéricos se
dedicaron a subrayar su superioridad mostrando su desprecio por toda la especie
humana por de los actos de cinco o seis de sus congéneres.
En las corralejas los patrones muestran el billete para que los
borrachos, los payasos y los diestros agiten su trapo y expongan la vida en el
ruedo. Los almacenes anuncian en los trapos de los más atrevidos y el público
termina alentando a los espontáneos con contante y sonante. No con aplausos ni
rechiflas. Creo que en Colombia, contrario a lo que ha dicho la Corte
Constitucional, cada municipio debería tener la potestad de decidir sobre la
realización o no de espectáculos cuestionados como las corralejas o las
corridas. Es un absurdo democrático que Bogotá, por ejemplo, con una gran
mayoría en contra de los toros no pueda respaldar esa tendencia social con una
decisión política. Los taurinos de la capital tendrían que ir a Sogamoso a Paipa
o a otros municipios taurinos. Igualmente nadie desde Bogotá podría decir cómo
deben ser las fiestas en Planeta Rica o Caucasia. Digo, para que la convivencia
de culturas no sea solo un tema entre Europa y el Islam.
1 comentario:
el ser humano esta muy viejo para buscar cultura en actos como este, hemos pasado por circos con leones y holocaustos, hemos visto lo más oscuro que hay dentro de nosotros mismos, para seguir revolcándonos en sin sentidos.
No más esto, los niños espectadores al final solo ven violencia contra algo vivo, no puede haber más indignación por un toro que por un ser humano, debe ser la misma.
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