Cuando los buses de la capital ruedan sin demasiados sobresaltos, cuando
sus parqueaderos cobran una tarifa aceptable y en sus paraderos de buses no se
han robado uno o dos teléfonos celulares, Bogotá suele mirar hacia abajo a ver
qué impudicia encuentra digna de repugnancia. Comienzan los medios a buscar el
reporte de algunos muertos en sus redacciones regionales. Parlotean los turistas
que han captado alguna escena que los sobrecoge y los subleva. Repuntan los
moralistas para imponer prohibiciones y rematan los políticos al presentar una
recusación o un proyecto de ley. Tenemos entonces algunas semanas con imágenes
de fiestas salvajes, con la reseña de escenarios políticos despreciables y los
reproches sobre los pactos de desobediencia y soberbia. Las amonestaciones estéticas
se dejan como postre a las redes sociales.
Lo más triste es que Bogotá tiene el poder de imponer a los provincianos
sus tirrias, sus modales y sus filtros morales. Debe ser el clima y la
nostalgia que procuran los urapanes curtidos por el humo y los sauces llorones en
las tardes ídem. El caso es que muy pronto los recién llegados sienten la
necesidad de juzgar según el rasero que han sufrido en sus primeros meses de vida
en el mirador capitalino. No cambian las costumbres pero sí las opiniones, se impone
el recelo sobre la indiferencia.
Los efectos de la mirada desde aquellas alturas cercanas a las estrellas
no son solo para quienes llegan a vivir a la sabana. También quienes viven
lejos comienzan a creer en la supremacía de los poderes capitalinos. De modo
que no es raro que los problemas y las soluciones se busquen bajo las columnas
del capitolio o los umbrales de los ministerios. En esto la capital y sus
burócratas sufren los rigores de una especie de síndrome de omnipotencia. Los
poderes ficticios de los que hace alarde por su postura y su moralismo no
tienen concordancia con la realidad. Entonces los periodistas, también con su
bastón profesoral, no tienen más que dar una tunda a los funcionarios que
tienen cerca y de los que al menos conocen el nombre y el teléfono. Así que la
discusión se centra donde no toca y la indignación comienza dar vueltas entre
las salas de redacción y los despachos del ejecutivo. Reproches que se saldan a
la mañana siguiente con la explicación de un manual de funciones.
Pero pronto todo vuelve a la normalidad. Los buses de la capital se
vuelven a chocar, los ladrones vuelven a arrebatar los teléfonos en los
paraderos, los jóvenes entran sin pagar a las estaciones atestadas y los
centros comerciales cobran de nuevo más de la cuenta en sus parqueaderos. Y las
nubes cubren de nuevo la vista en la capital.
3 comentarios:
Juan David qué más hermano, tiempo sin verlo por acá. Bueno la verdad esto perdió hace tiempo la dinámica de un blog y se convirtió en una especie de archivo. Mi promesa es mirar con más juicio si hay comentarios y responder. Lo de los contratistas en Medellín es un cuento viejo. Lo impresionante de la crónica de El Faro es cómo desentraña la red de extorsión y nos cuenta cómo se creó y cómo funciona. Saludos.
Joss gracias por su comentario. Un saludo hasta China. Es tarde para responder el mensaje. Ojalá no se quede en el aire.
Bien Pascual, ojalá que todo bien. Sí, es verdad, no me di cuenta de eso, pero sí, esa es la diferencia entre esa cronica y esa noticia, muchas gracias.
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