Al llegar a El Teniente todo parecía igual. Amarillo, azul y rojo en cada
calle y los acentos habituales en cada esquina. “Guaro, guaro, guaro, guaro”,
dijo un impostor cerca a la entrada para el antojo de muchos. Todo era tricolor
sin esa media luna de estrellas en la bandera. El estadio, pequeño, bajo un sol
radiante, de oro para desmentir a la mina de cobre más grande del mundo que
está por ahí cerca, mostraba la humildad recién pintada de sus 16.000 sillas. Pero
todo era muy distinto. Lo primero era que estábamos bajo la mirada de Chile que
combina la ingenuidad y el rigor, la amabilidad que recuerda las reglas a cada
paso. Hace un año vi ganar a la selección Colombia en Brasilia, bajo el
gigantismo del Mané Garrincha. Allá todo era fiesta, sonaba La Creciente en un
parlante acompañado de raspa en vivo, el “guaro, guaro, guaro, guaro” era una
realidad que rodaba gratis, los colombianos eran una legión despreocupada luego
del triunfo frente a Grecia. (Saber que nuestro primer gol en Brasil fue una
jugada que comenzó Zúñiga y terminó Armero).
En Rancagua éramos una alegre y contenida procesión hacia el estadio. Al
encuentro de El Teniente. Con la advertencia de que había que mostrar el
pasaporte en las puertas, bajo el ojo desconfiado de los carabineros, con la
advertencia de que ni siquiera se podía oler a alcohol. Al menos en algo pudimos
violar las reglas porque el guayabo era supremo y olimos a alcohol hasta la
amargura de la noche sin tomarnos un solo trago. En la tribuna nos regañaron por
conversar en las escalas y nos fruncieron el ceño por soltar un insulto
inofensivo. Pero unos señores en uniforme no pueden arruinarlo todo. Debajo de mi
silla estaba un veterano que fue portero de El Campín, profesional con el Santa
Fe y abogado en la cárcel de Bellavista en Medellín. Mejor dicho, dos veces portero
y una vez puntero izquierdo. Su hijo me lo presentó luciendo la camisa blanca
atravesada por la bandera tricolor. Una clásica desde 1973 para Colombia. No
todo fueron regaños y un poniente que cegó a más de la mitad de los
espectadores y casi todos los jugadores vestidos de amarillo.
En la cancha Colombia pareció contagiarse de ese ambiente reglado, tieso,
aburrido. El equipo parecía vigilado por los carabineros. Zúñiga y Armero
dedicados a cuidar unas bandas que nadie amenazaba. James y Cuadrado como dos
desconocidos, no tocaron dos balones entre ellos, parecían con miedo a que los
acusaran de alguna conjura. Falcao y Bacca tristes, peleando uno que otro rebote
con la zaga bolivariana: carabineros vestidos de vinotinto. Pékerman pensativo
en la raya. En la tribuna la corneta desvaída de una señora y el grito anémico
de “Colombia, Colombia, Colombia”. Insolados salimos de El Teniente.
¿Cómo pudo cambiar tanto el mundo en un año? ¿Cómo pasamos de la cerveza
de un litro en las tribunas de Brasilia a la gaseosa tibia en Rancagua? Y el
equipo ¿Cómo pudo ser tan distinto teniendo a muchos de los que formaron ese
día feliz? Al final no hubo insultos, solo un aplauso menor a los ganadores y
la indiferencia para una selección indiferente al rival, al balón y al público.
A la salida no nos pidieron el pasaporte. El velorio caminó acompasado por las
calles de Rancagua para alegría de la policía chilena. Las tiendas ofrecían
capuchino y conos de hojaldre rellenos de arequipe. Saber que a las afueras del
Mané Garrincha los coros se cantaron hasta en los baños rebosantes de espuma.
Ahora viene Brasil, volvimos al temor y a la esperanza en una hazaña. Ojalá seamos
insolentes en el Monumental.
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