Es muy difícil santiguarse en privado y cruzar las manos en público, en
actitud republicana. Separar el ámbito de las creencias religiosas y las
labores oficiales que pueden incluso contradecir el fuero íntimo, es un reto
que muy pocos consiguen superar. Es posible cambiar el hábito pero queda el
monje de corbata tras la ventanilla o el escritorio: siempre habrá sesgos,
inclinaciones, promesas, temores relacionados con las creencias. Afortunadamente
no son muchas las ocasiones en las que el funcionario y el creyente encuentran
un choque entre los deberes de su catálogo privado (libros sagrados) y los de
sus obligaciones públicas (la constitución).
Esas dificultades hacen necesario que el Estado sea estricto y elocuente
cuando encuentra un caso paradigmático para mostrar cómo deben resolverse dichos
conflictos. Mucho más en una situación que pone en juego un símbolo “clave” de
lo que hemos llamado el “Estado Social de Derecho”. La mayoría de Corte
Constitucional decidió colgarse de un clavo al rojo vivo y sostener el cristo
que desde su cruz preside las sesiones de la sala plena. En este caso era una
decisión relativamente sencilla, se trataba de guardar las formas del Estado
laico, de reafirmar un principio por medio de una decisión que en la práctica
no tenía mayores consecuencias. Casi un asunto de modales democráticos. Es justo
preguntarse por el sentido de las decisiones y las discusiones cuando
contradecir un precepto religioso implica consecuencias palpables sobre los
derechos de millones de ciudadanos de diversas creencias. Y es aquí donde no
deja de ser paradójico el proceder de la Corte: se embrolla en un sencillo quiz
constitucional y aprueba difíciles exámenes como las sentencias sobre
eutanasia, aborto y matrimonio igualitario, donde enfrentó con valor a la
iglesia y las mayorías católicas.
Las explicaciones de la Corte resultaron tímidas y confusas. Primero se
habló de la sala plena como un espacio privado. Algo que resulta increíble teniendo
en cuenta que hasta ese despacho pueden llegar todos los ciudadanos con sus
acciones de tutela e inconstitucionalidad. Un recinto protegido, más no
privado, para las más importantes decisiones públicas. Una cosa es el cristo en
una toalla en la oficina de la vice procuradora Martha Isabel Castañeda y otra
el crucifijo al que parece encomendarse el alto tribunal durante sus
deliberaciones. Si son discutibles las cruces en las aulas de los colegios
públicos (en 2009 el tribunal de Estrasburgo prohibió la presencia de cruces en
los salones de colegios públicos) es bien difícil justificar su presencia en el
espacio más importante del amparo constitucional.
De otro lado la presidenta de la Corte aseguró que el cristo tenía un
valor “histórico y cultural” en virtud a los 17 años que lleva colgado de una
viga. Parece que los criterios históricos de la Corte son de muy corto plazo y
su tradición se divide en antes y después del cristo. De verdad parece más un juicio
de decoración –cuando llegamos el cristo estaba ahí y nos parece que se ve
bonito– que un criterio constitucional. Aquí el tribunal ha dado la impresión
de querer ganar un pulso contra el empleado que radicó el derecho de petición
más que resolver una pregunta de importancia para los ciudadanos. Cuando le
preguntaron por el derecho a la igualdad, la presidenta respondió que en el
futuro cada magistrado puede llevar su imagen venerada. O sea que ese desbalance
de igualdad se podrá arreglar con la suma de una imagen de todas las creencias.
A ese paso la sala plena se verá muy pronto como un ventorrillo pluriétnico y
multicultural.
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