Un decreto presidencial de junio de 2003 creó el Instituto Nacional de
Concesiones (Inco). El presidente Álvaro Uribe buscaba un organismo con la
capacidad técnica para “planear, estructurar, contratar, ejecutar y administrar
los negocios de infraestructura de transporte que se desarrollen con
participación del capital privado”. Uribe llevaba un año en la Casa de Nariño a
donde había llegado agitando una bandera contra la “corrupción y la
politiquería”. Se hablaba de un instituto técnico y la palabra meritocracia
rondaba los discursos y los documentos oficiales.
Pero la ronda de los congresistas comenzaba a hacer sus sugerencias y a
presentar sus recomendados. Uribe conocía de sobra ese mundo que había negado
durante su campaña. Mientras Andrés Uriel Gallego ponía los elementos químicos
de bondad y la nota folclórica, el Inco comenzaba a llenar el sudoku del clientelismo
y a pagar los peajes. Godos-costeños, decía en la casilla al frente del Instituto
Nacional de Concesiones. Y comenzaron los líos.
El primer director en problemas fue Luis Carlos Ordosgoitia, quien
dirigió el instituto entre septiembre de 2004 y noviembre de 2006. El señor comenzó
su vida política como diputado en Córdoba en 1995 y fue representante a la
Cámara en 1998. Su firma en el famoso Pacto de Ralito en 2001 lo sacó del Inco.
Durante el gobierno Pastrana había tenido sus palomitas. Los vallenatos también
merecían su cuota y por eso llegó Fabio Alberto Méndez Dangond. Una falsedad en
sus papeles para posesionarse hizo que apenas durara dos meses al frente de la
entidad. Apenas estaba conociendo a los contratistas. En 2013 le llegaría la
condena a ocho años por falsificar un título de maestría en finanzas del
Externado de Colombia para cumplir los requisitos frente a la prueba química de
Andrés Uriel. Quedaba pendiente la deuda con la gente del Cesar y para eso
llegó Álvaro José Soto, un ingeniero de la Universidad Católica que había
trabajado como secretario privado del destituido gobernador del Cesar, Rafael
Bolaño Guerrero. Algunas conversaciones en manos de la Fiscalía muestran que el
hombre sí alcanzó familiaridad con los contratistas: “El Mono ya habló con
Álvaro José (Soto) de eso, pero dijo que a mí no me entregaran ni mierda”, al
parecer era la voz de Álvaro Arias, un asesor del ministerio de transporte. Y
la conversa seguía en la voz de un representante de los consorcios en busca de
una licitación: “Me han llamado mucho estos muchachos para que les dé más
platica (…) El siguiente paso es consolidarnos no solamente en el consorcio,
sino ante todo en el grupo de trabajo, y pues si hay que dar $100 millones (…) Que
los españoles vean que no estamos solos”. Álvaro José Soto y sus cuatro
asesores renunciaron y se suspendió la entrega del corredor férreo entre
Chiriguaná y Villa Vieja, un contrato de 1.3 billones de pesos.
En vista de que parecía físicamente imposible llevar al Inco a alguien que
no armara un negocio propio o un problema ajeno, encargaron a Gabriel García
con el empujoncito de los García Zucardi de Cartagena. Y mostró que sabía
aprovechar la oportunidad. Para terminar y dejar descansar a los costeños llegó
Julio Cesar Arango desde Risaralda, entre otras credenciales mostraba la de ser
presidente de la Fundación del Bambuco Colombiano. Salió peleado con Andrés
Uriel al final del gobierno Uribe II y con su respectiva investigación en la
Procuraduría por la licitación en la Ruta del Sol.
El Inco sumaba más de 10 directores en sus primeros siete años. Queda
claro que Gabriel García no fue el único traicionero.
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