Es difícil saber
si en 2004, cuando publicó su novela La
conjura contra América, Philip Roth pensaba como agorero o como historiador.
Si simplemente quería rescatar un capitulo norteamericano previo a la Segunda
Guerra Mundial cuando los simpatizantes nazis gritaban “America first” y señalaban a los judíos belicistas que querían
llevar al país a una guerra europea; o si como un prestidigitador frente al
techado trazó las líneas entre los vuelos heroicos de Charles A. Lindbergh, vocero
del comité Estados Unidos Primero, y los recorridos de campaña de Donald J.
Trump.
En la novela, un
triunfo inesperado de Lindbergh sobre F. D. Roosevelt en las elecciones de 1940
hace que comience a rodar un nacionalismo agresivo y un rumor ronco de odio contra
judíos y otras minorías. Sea lo que sea
la novela ha resultado un pálpito asombroso, un anticipo profundo e íntimo de
las noticias que se publican a diario trece años más tarde de la aparición del
libro. El retrato de una familia judía de clase a medias a la que un apellido se
le convierte en una especie de hechizo maligno, una palabra como un conjuro
suficiente para que el papá pierda la cabeza, la mamá pierda la seguridad, el
hermano mayor pierda la devoción por sus padres y el hermano menor pierda sus
ídolos y sus escazas certezas de infancia: “¡Aquel nombre de nuevo…! Habría preferido
oír la explosión de una bomba que tener que oír una vez más el nombre que nos
atormentaba a todos nosotros”. La frase la dice el menor de la familia, un niño
de siete años acostumbrado a oír los discursos de Lindbergh, desde los radios
de todas las casas del barrio judío, como si fueran el primer asalto de una
emboscada.
El temor de las
familias inmigrantes ante el discurso de Trump, las cien amenazas falsas de
bombas contra escuelas y centros judíos en lo corrido del año en Estados
Unidos, los ataques contra dos cementerios judíos, las arbitrariedades
oficiales contra residentes legales de siete países árabes, el discurso del
odio y la desconfianza que se propaga con facilidad en un país que decía
enarbolar una llama para alumbrar en la oscuridad, y ahora la usa para incendiar
y prender las mechas disponibles de la discriminación.
El libro de Roth
tiene una escena dolorosa de la familia visitando los grandes monumentos y
edificios oficiales en la capital, rindiendo homenaje a Lincoln y haciendo
reverencias ante Washington. Luego de esas visitas conmovedoras la familia
regresa al hotel y descubre que han sacado sus maletas al lobby alegando que la
habitación donde los habían acomodado tenía una reserva previa. Todo con una
amabilidad áspera que no pretende disimular del todo la discriminación. El
padre evocó ante el hombre del mostrador una frase de un discurso de Lincoln
que acaba de ver labrada sobre mármol: “Todos los hombres han sido creados
iguales”, y los “espectadores” del pequeño incidente soltaron una risita
burlona. La familia terminó en otro hotel empujada por la policía mientras la
madre solo pudo decir que ya no vivían en un país normal, que nunca volverían a
vivir en una casa normal.
Para Lindbergh,
el verdadero y el de la novela, el gran peligro para su país era la influencia
de la industria cinematográfica, la prensa, la radio y el gobierno de
Washington. Sus sobrevuelos eran inspiradores, un sobrevuelo conmemorativo para
los americanos de sangre europea y un bombardeo contra la “disolución de las
razas extranjeras”. Sus palabras podrían ser un trino del siglo XXI: “Una
fuerza demasiado grande para que las potencias extranjeras la desafíen, una
muralla occidental de raza y armas que pueda frenar tanto a Genghis Khan como a
una infiltración de sangre inferior…”
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